El hombre es un ser limitado. Solo su
cerebro, ese órgano casi desconocido a fuer de complejo, puede conducirle hasta
caminos lejanos y transitar por ellos sin que el resto de su corporeidad quede
resentida. También es finito, y sus acciones, sueños y deseos están sometidos
al imperio del tiempo, cruel e implacable para quienes pretendan vivir
intensamente y sin cortapisas.
Desde el principio de su existencia este
hombre ha necesitado comunicarse y dejar constancia de sus avatares, utilizando
para ello desde las tablillas de arcilla que aparecieron en Mesopotamia sobre
el siglo IV antes de Cristo, con las que Sumerios y Arcadios dieron comienzo a
la escritura, pasando por los papiros egipcios, delicados pergaminos repletos
de jeroglíficos que continuaron existiendo larga vida hasta que los árboles nos
ofrecieron el papel y Gutemberg la imprenta.
La letra impresa corresponde a idéntico deseo
de inmortalidad que las religiones nos ofrecen cuando hablan de la otra vida.
La imperiosa necesidad de no morir del todo ha impelido a mojar plumas de ave con tintes extraños en la
antigüedad y a dejar huella de uno mismo en hojas impresas de tinta.
Siempre necesitamos más, que ya dijo Heidegger
que “el hombre es un ser de lejanías”. La literatura responde al principio
Heidergeano y quizá en ella podamos
encontrar ese más allá que nuestra propia vida no puede ofrecernos. Los libros
siempre han servido para mucho más que la simple y ancestral distracción y
divertimento de que nos cuenten una buena historia.
Leer sirve desde la infancia como una
herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, estimular la imaginación
y comprender la percepción del paso del tiempo, para que se cuestionen o
potencien nuestras ideas y creencias y sobretodo para evadirnos de la prisión
de nuestros días en busca de paisajes y experiencias que difícilmente podríamos
explorar desde nuestras casas o nuestras oficinas.
La literatura es como un catálogo de posibles
existencias que nos pueden ayudar a formar o conformar la nuestra.
Una frase atribuida a Borges resulta
explicativa al máximo: “Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El
hombre que no lee vive solo una”. Inmejorable definición de la aventura de leer
a la que algunos afortunados somos incapaces de resistirnos. Cada vez que el
lector toma en sus manos el libro casi siempre soñado (aunque a veces denostado
más tarde) siente que dentro de él se abren unas puertas inmensas en las que
cabe todo, y que puede llegar a sentir con sus personajes sentimientos
paralelos de turbación o alegría, de miedo o belleza.
El no leer, en cambio, no tiene ninguna
ventaja y sí muchos efectos residuales. Como el actual y muy en boga de jóvenes
emitiendo caracteres, palabras abreviadas, emoticonos o selfies acerca de asuntos por lo general de poca o ninguna
trascendencia. Mirar una pantalla no es lo mismo que ver y, mucho menos que leer. Aunque tal vez muchos podrán decir,
con razón, que el contenido siempre será más valioso que el continente, y si
en una pantalla aparece, por ejemplo “Cien Años de Soledad”, “Madame Bovary” o
“Un mundo feliz”, esa pantalla puede transformarse, para los amantes del papel,
en un feliz sucedáneo de nuestro artilugio preferido.
La discusión no resuelta de papel o lectura
digital entra en otro ámbito, donde cuenta más lo personal que la esencia de lo
que se lee. Es cierto que nada puede reemplazar el olor y el tacto de unas
hojas que caminan contigo sobre la historia que cuentan, reposan sobre una
cubierta anticipadora y te ha acompañado durante toda una vida como amuleto y
objeto sagrado.
Es verdad que los tiempos son distintos y
deberíamos acoplarnos a esas diferencias, porque el inmovilismo acaba
consumiéndonos. Pero lo es igualmente que más de una vez podemos pensar ante
tantas variantes, que estamos en la era de la distracción sin más, donde impera
aquel “demasiado de nada” que recuerdo oírle a Bob Dylan en el que se lamentaba
del fin de la lectura.
Sin embargo no olvido la máxima escrita por
Borges en la que dice que “el verbo leer como el verbo amar y soñar, no soportan
el modo imperativo”, y ateniéndome a ella, afirmo que jamás debe ser la lectura
una obligación o un deber, ni siquiera para los niños. Siempre una
satisfacción, una necesidad, y por descontado, la más fiel aventura.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
No hay comentarios:
Publicar un comentario