1 de mayo de 2016

LA AVENTURA DE LEER

El hombre es un ser limitado. Solo su cerebro, ese órgano casi desconocido a fuer de complejo, puede conducirle hasta caminos lejanos y transitar por ellos sin que el resto de su corporeidad quede resentida. También es finito, y sus acciones, sueños y deseos están sometidos al imperio del tiempo, cruel e implacable para quienes pretendan vivir intensamente y sin cortapisas.
Desde el principio de su existencia este hombre ha necesitado comunicarse y dejar constancia de sus avatares, utilizando para ello desde las tablillas de arcilla que aparecieron en Mesopotamia sobre el siglo IV antes de Cristo, con las que Sumerios y Arcadios dieron comienzo a la escritura, pasando por los papiros egipcios, delicados pergaminos repletos de jeroglíficos que continuaron existiendo larga vida hasta que los árboles nos ofrecieron el papel y Gutemberg la imprenta.
 La letra impresa corresponde a idéntico deseo de inmortalidad que las religiones nos ofrecen cuando hablan de la otra vida. La imperiosa necesidad de no morir del todo ha impelido a  mojar plumas de ave con tintes extraños en la antigüedad y a dejar huella de uno mismo en hojas impresas de tinta.
Siempre necesitamos más, que ya dijo Heidegger que “el hombre es un ser de lejanías”. La literatura responde al principio Heidergeano y quizá  en ella podamos encontrar ese más allá que nuestra propia vida no puede ofrecernos. Los libros siempre han servido para mucho más que la simple y ancestral distracción y divertimento de que nos cuenten una buena historia.
Leer sirve desde la infancia como una herramienta para fortalecer el pensamiento abstracto, estimular la imaginación y comprender la percepción del paso del tiempo, para que se cuestionen o potencien nuestras ideas y creencias y sobretodo para evadirnos de la prisión de nuestros días en busca de paisajes y experiencias que difícilmente podríamos explorar desde nuestras casas o nuestras oficinas.
La literatura es como un catálogo de posibles existencias que nos pueden ayudar a formar o conformar la nuestra.
Una frase atribuida a Borges resulta explicativa al máximo: “Un lector vive cientos de vidas antes de morir. El hombre que no lee vive solo una”. Inmejorable definición de la aventura de leer a la que algunos afortunados somos incapaces de resistirnos. Cada vez que el lector toma en sus manos el libro casi siempre soñado (aunque a veces denostado más tarde) siente que dentro de él se abren unas puertas inmensas en las que cabe todo, y que puede llegar a sentir con sus personajes sentimientos paralelos de turbación o alegría, de miedo o belleza.
El no leer, en cambio, no tiene ninguna ventaja y sí muchos efectos residuales. Como el actual y muy en boga de jóvenes emitiendo caracteres, palabras abreviadas, emoticonos o selfies acerca de asuntos por lo general de poca o ninguna trascendencia. Mirar una pantalla no es lo mismo que ver y, mucho menos  que leer. Aunque tal vez muchos podrán decir, con razón, que el contenido siempre será más valioso que el continente, y si en una pantalla aparece, por ejemplo “Cien Años de Soledad”, “Madame Bovary” o “Un mundo feliz”, esa pantalla puede transformarse, para los amantes del papel, en un feliz sucedáneo de nuestro artilugio preferido. 
La discusión no resuelta de papel o lectura digital entra en otro ámbito, donde cuenta más lo personal que la esencia de lo que se lee. Es cierto que nada puede reemplazar el olor y el tacto de unas hojas que caminan contigo sobre la historia que cuentan, reposan sobre una cubierta anticipadora y te ha acompañado durante toda una vida como amuleto y objeto sagrado.
Es verdad que los tiempos son distintos y deberíamos acoplarnos a esas diferencias, porque el inmovilismo acaba consumiéndonos. Pero lo es igualmente que más de una vez podemos pensar ante tantas variantes, que estamos en la era de la distracción sin más, donde impera aquel “demasiado de nada” que recuerdo oírle a Bob Dylan en el que se lamentaba del fin de la lectura.
Sin embargo no olvido la máxima escrita por Borges en la que dice que “el verbo leer como el verbo amar y soñar, no soportan el modo imperativo”, y ateniéndome a ella, afirmo que jamás debe ser la lectura una obligación o un deber, ni siquiera para los niños. Siempre una satisfacción, una necesidad, y por descontado, la más fiel aventura.

Ana María Mata
Historiadora y novelista

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