Por si fuesen pocos los delitos
que el Código Penal alberga, en los últimos tiempos se ha sumado a ellos uno
nuevo, cuyo nombre posee algo de literario, más en la línea de lo emocional que
de la razón o lo económico. Más triste, por ello, más incomprensible y
dramático, y desde mi punto de vista, aún más deleznable.
Se trata de los llamados
“delitos de odio”, cuya definición responde a una conducta violenta motivada
por prejuicios. Cada semana se da a conocer un hecho violento en algún lugar de
nuestro país, calificado como delito de odio. Y esta última ha sido detenida en
Estepona una mujer por rociar con insecticida a la hija pequeña de su vecino
guineano. Es la segunda vez que esta mujer española arremete contra su vecino y
familia por el color de su piel. Las anteriores llamaba a altas horas de la
madrugada al portero automático, o bien a la puerta del domicilio, y cuando
alguien de la familia abría, se dedicaba a insultarlos, diciéndoles que
volvieran a su país.
Racismo y xenofobia son
cuestiones mucho más serias y hasta peliagudas de lo que a simple vista solemos
considerar. Nos hemos acostumbrado a vivir con un grado de animadversión a todo
aquel que sea contrario a nosotros, ya sea por el color se su piel,
(especialmente a estos), raza, o por diferencias de costumbres, nacionalidades,
o idiomas. El análisis es necesario hacerlo desde el punto de vista de que no
son las personas de bajo nivel, cultural estatus económico o social, las que
ejercen esta patología anímica, sino gente con reconocida mundología,
acostumbradas a viajar por variados continentes y conocedoras de las
múltiples, incontables variedades humanas
que el Dios, en el que muchos de ellos creen, ha puesto en este pequeño
planeta.
El hecho de que seamos iguales
ya fue puesto en tela de juicio en los lejanos tiempos imperiales, cuando algún
que otro conquistador llegó incluso a afirmar que los indios no tenían alma,
asunto que, sin embargo no les impedía catequizarlos a fuerza de cruz o espada.
Todos nos creemos en el fondo
superior al otro. Como si una tez clara, unos ojos azules o una partida de
nacimiento, que no son sino azares involuntarios, concediesen patente de corso
para rechazar al que no posea estos factores que aceptamos como absolutos y no
simplemente diferenciales. Debe ser
cierto que el hombre es el único ser creado que tropieza dos veces en la misma
piedra. Con consecuencias horrendas que deberían habernos vacunado para siempre
del pecado de la intolerancia. Si un Hitler, un Holocausto, y millones de
víctimas no son suficientes para que llevemos grabado como estigma humano
cuanto puede surgir del odio al contrario, creo que la humanidad no tiene
solución como ente moral.
Reconozco haber vivido una
infancia de rechazos. A los gitanos, a los “moros”, a los negros y oscuros,
fuesen paquistaníes, hindúes o de otras nacionalidades. Pertenecía al acervo
cultural inculcar a los niños ese rechazo como algo lógico, para que se cuidase
de ellos. Los “oscuros”, en general servían mucho para la fiesta del Domund,
con su hucha de cabeza de negrito, para las misiones, y para hacernos ver lo
inferiores que eran a nuestro lado. Pero nada más.
Abomino hoy de aquella educación
chauvinista y poco cristiana, mezquina y pobre hasta la médula. Abomino de unas prédicas con angelitos alados, rubios y
sonrientes en altares desde donde se nos asustaba sobre todo lo referido al
sexo y sus derivados, junto a un silencio casi total acerca del eje principal
del Evangelio, la justicia y la caridad.
De aquellos polvos han surgido
los lodos de hoy, la terrible situación de refugiados y emigrantes, millones de
seres deambulando por tierras inhóspitas, cada vez más rechazados, con
cadáveres de niños que impactan pero se olvidan pronto, con personajes actuales
poderosos como el impresentable recién elegido presidente de EE. UU., a cuyo
amparo no subsistirá nadie que no tenga como referente el pelo y la piel color
zanahoria.
Quieran o no, el mundo es
multirracial, y por consiguiente multicultural, y eso, en lugar de un problema,
debería ser un signo de riqueza para cuantos habitamos el planeta.
Los elitismos y las purezas de sangre, solo conducen tarde o
temprano a nacionalismos más o menos feroces, capaces de exterminar incluso,
para que sus teorías se lleven a la práctica.
El hombre negro que nos mira
desde su bella piel de ébano, posee, aunque a veces lo olvidemos, una cultura
propia, un idioma, una familia y un corazón que siente. Lo único que le
diferencia de nosotros, es, para su desgracia, la mala suerte de haber nacido
en un país injusto.
Ana María Mata
Historiadora y Novelista
3 comentarios:
Bien pensado y bien expresado. Gracias Ana Ma.
Garbiñe
Solo la cultura y el conocimiento erradicara las actuaciones racistas y los delitos de odio como el que comenta.
Buen articulo ¡basta de hiprocresias¡ de los limpios de conciencia.
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