Una de las ventajas de
vivir en una gran ciudad es que puedes callejear y no salir nunca de ella. Hace unos meses llegué demasiado lejos dentro de Málaga, mi bicicleta encadenada muchos pasos atrás, en un café de fanáticos ciclistas. En un muro de la última calle un graffiti, cuatro lineas
contundentes y despechadas: “Lorena: no sé quién eres, ni te
reconozco, ya no te encuentro, ni te quiero”.
Ahí se terminó la caminata. ¿Quién escribiría eso sobre un muro tan alejado?, y ¿quién iba a leerlo?, parecía escrito justo antes de que se acabara
el mundo. Un mensaje escueto, sin una falta de ortografía, con un deje de amargura, tan poco poético como una navaja recién afilada. Probablemente su autor tiró con rabia el spray de pintura negra en el
primer contenedor, se encerró en su cuarto durante una temporada, y ahí se descubrió a si mismo, ahí supo por fin quien era. Ahora desconocía a Lorena.
Volví al café y liberé mi bicicleta negra. No es fácil encontrar el momento idóneo para sentarse con uno mismo y
pensarse. Yo lo suelo hacer pedaleando.
El carril bici de
poniente zigzaguea entre jardines y el mar fiel a su lado, siempre ahí, tan azul, tan obvio. ¿Hacia dónde vamos si no sabemos quiénes somos?, qué sentido tiene lo que hacemos si no encaja
con nuestra persona (para presumir de coherencia, nada menos), cómo planeamos un viaje para que te llene
de verdad, qué libro leer y
hacerlo tuyo, qué música escuchar y que te haga temblar. ¿Cómo vamos a hablar con sinceridad si no
nos conocemos, cómo defenderemos
principios, ni siquiera meras ideas? Y más importante aún: ¿cómo vas a vivir contigo mismo cada día si no estás seguro de ser Tú quien vives?.
Cuando te sientas a
solas y cierras los ojos, ¿quién eres?
Los huecos de silencio
entre palabras, y la frase no pronunciada, lo que queda al decir nuestro propio
nombre, el temblor que provoca cuando alguien lo pronuncia en la calle.
Somos, más que nada, todo lo que no hemos visto,
todo lo que no hemos viajado, todo los que nos queda por escuchar. Estamos en
todo los que nos queda por conocer, tanto lo ignorado por desidia como lo no
querido por miedo.
Podemos ser todas las
personas, vivas y muertas, que dejaremos de conocer, y que ya nunca nos servirán de espejo, para sabernos vivos, para
comprendernos. Las conversaciones que no tenemos, también las apenas iniciadas y las que quedan a
medio camino. Nuestra esencia está en el espacio que se esconde entre pensamientos
lentos, en esas raras mañanas sin nada que hacer, somos la respiración que no sentimos, los gestos no
estudiados, los pasos por dar. Y las medias vueltas inesperadas, por un si
acaso.
El carril bici se hace
interminable hacia el este, donde la costa parece evaporarse y el mar se
ensancha. Por allí vivo. Una mirada
perdida nos define tanto como una mano apartada con desgana, o un beso sin
querer, un lamento a destiempo o un suspiro ajeno.
Nos da forma el
tiempo, el que recordamos y aún más el olvidado,
el tiempo invisible que nos rodea ahora, el que nos acucia al amanecer y el que
se nos muere en brazos al caer la noche. El tiempo que despreciamos por inútil y el que vendrá galopando, somos todos los instantes;
tanto los odiados como los detenidos por el deseo.
Pero sobre todo
seremos las mentiras. Todas las mentiras que nos quedan por oír, incluso las medias verdades que
descubriremos a hurtadillas. Las verdades nunca nos definirán porque ya están mas que juradas y escritas. Y,
agazapadas detrás de las
mentiras, están las grandes
formadoras de la persona: las traiciones. Mas que las intuidas, serán las inimaginables, las más podridas traiciones. Las que nos dejan
paralizados, con la boca abierta y sin reconocer este mundo. Las que te tumban
como un golpe de viento, las que te aplanan la personalidad y te la recortan
como si fuera un muñeco de papel. La maldita Lorena lo dejó sin aliento. Ya sé quién irá a leer el muro cada día.
Encierro la bici en la
oscuridad del trastero. Ese aire que nos falta ahí dentro, ese vacío que queda, es lo que somos. Traicióname.
© José María Sánchez Alfonso, noviembre de 2017
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