Aparece con una fidelidad solo comparable al
hueco que deja en nuestros bolsillos. Con una cronometría de reloj inducido o
una campanada de advertencia ineludible. Nadie puede evadirse de sus fogonazos
espectaculares pues viene acompañada de luces innumerables y cegadoras.
Noviembre acarrea ahora consigo una
anticipación, llegada allende los mares, como es habitual made in USA, con
nombre extraño y voces altaneras que gritan “Black Friday” sin descanso, del
mismo modo que en el medievo el muecín
llamaba a sus devotos.
Tras el encendido de las variadas
iluminaciones navideñas un aldabonazo suena en las mentes con el fragor de
incesante llamada : ¡A comprar! ¡A comprar!...todos en marcha, cual guerreros
dóciles, cumplidores del rito, obligados inocentes por la festividad que se
avecina y en la que lo más importante es el desparrame de dinero sin cesar.
Monedas, billetes, tarjetas…, da igual el medio mientras que el fin sea
gastarlo sin contemplaciones.
La necesidad compulsiva de comprar en
Navidades es como un empujón atávico que aparece cada año en nuestras neuronas quizás
recordándonos tiempos pasados en los que debimos conformarnos con un poco de
pavo y de harina refrita en vez del negro caviar y el brillante mantecado.
Sea por lo que fuere, lo único cierto es que
las calles de ahora se llenan de viandantes cargados hasta la médula con multitud
de envoltorios festivos con los que demostrar a sus allegados que no se olvidan
de la “elegancia del regalo” ni del lazo dorado que debe cerrar cada uno de
ellos.
Comprar se ha convertido en una necesidad tan
imperiosa como lo es ir de vacaciones o poseer, cada poco, un móvil último modelo. La frustración de no
poder hacerlo se convierte en vertiginosa bilis que inunda nuestro sistema
hepático y puede conducirnos a la
presencia de úlcera duodenal o algo parecido.
Las listas, preparadas con antelación, ayudan
a nuestros nervios a un leve y fugaz momento de detención mientras avistamos el
comercio exacto en el que encontraremos el objeto deseado, tras detectarlo con
ojo avizor en un escaparate o similar, después de una maraña de visualizaciones
y empujones por los pasillos del centro comercial elegido, uno de los muchos
que se habrán convertido en catedral abarrotada repleta de material litúrgico
para el comprador, que resulta ser a la vez, oficiante de esa misma liturgia y
ferviente converso.
El impulso de las compras, producto de una
muy asentada sociedad capitalista, es un río desbordado que cada temporada
aumenta su caudal, y nos lleva al frenético desguace de nuestros ahorros en pos
de una ficticia idea de que mientras compramos para regalar, nos amamos un poco
más los unos a los otros, como propugnara el Infante que colocamos sobre el
pesebre, ajeno a lo que su festividad acabaría acarreando.
El cumpleaños del Niño de Belén es el
pretexto inventado para liberar unas pulsiones interiores no asumidas que
conducimos durante unos días por el camino del derroche y la profusión
alimentaria, como náufragos que de golpe atisbaran una isla donde todo está a
su disposición.
Las luces, colocadas estratégicamente,
muestran el camino. La música persistente nos arrastra como bella sirena hasta
lugares en los que nuestros sentidos caerán derrotados por la necesidad
inmediata de vaciar nuestros bolsillos.
Todo diseñado por “influences” magos que las
poderosas agencias comerciales contratan y a los que pagan con rigor para que
nos anestesien con el fluido de sus secretos brebajes.
Nos dejamos influir y nos abandonamos al
dulce sopor del deber comprador cumplido.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)
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