4 de diciembre de 2019

¡A COMPRAR!


Aparece con una fidelidad solo comparable al hueco que deja en nuestros bolsillos. Con una cronometría de reloj inducido o una campanada de advertencia ineludible. Nadie puede evadirse de sus fogonazos espectaculares pues viene acompañada de luces innumerables y cegadoras.
Noviembre acarrea ahora consigo una anticipación, llegada allende los mares, como es habitual made in USA, con nombre extraño y voces altaneras que gritan “Black Friday” sin descanso, del mismo modo que  en el medievo el muecín llamaba a sus devotos.
Tras el encendido de las variadas iluminaciones navideñas un aldabonazo suena en las mentes con el fragor de incesante llamada : ¡A comprar! ¡A comprar!...todos en marcha, cual guerreros dóciles, cumplidores del rito, obligados inocentes por la festividad que se avecina y en la que lo más importante es el desparrame de dinero sin cesar. Monedas, billetes, tarjetas…, da igual el medio mientras que el fin sea gastarlo sin contemplaciones.
La necesidad compulsiva de comprar en Navidades es como un empujón atávico que aparece cada año en nuestras neuronas quizás recordándonos tiempos pasados en los que debimos conformarnos con un poco de pavo y de harina refrita en vez del negro caviar y el brillante mantecado.
Sea por lo que fuere, lo único cierto es que las calles de ahora se llenan de viandantes cargados hasta la médula con multitud de envoltorios festivos con los que demostrar a sus allegados que no se olvidan de la “elegancia del regalo” ni del lazo dorado que debe cerrar cada uno de ellos.
Comprar se ha convertido en una necesidad tan imperiosa como lo es ir de vacaciones o poseer, cada poco,  un móvil último modelo. La frustración de no poder hacerlo se convierte en vertiginosa bilis que inunda nuestro sistema hepático y puede conducirnos  a la presencia de úlcera duodenal o algo parecido.
Las listas, preparadas con antelación, ayudan a nuestros nervios a un leve y fugaz momento de detención mientras avistamos el comercio exacto en el que encontraremos el objeto deseado, tras detectarlo con ojo avizor en un escaparate o similar, después de una maraña de visualizaciones y empujones por los pasillos del centro comercial elegido, uno de los muchos que se habrán convertido en catedral abarrotada repleta de material litúrgico para el comprador, que resulta ser a la vez, oficiante de esa misma liturgia y ferviente converso.
El impulso de las compras, producto de una muy asentada sociedad capitalista, es un río desbordado que cada temporada aumenta su caudal, y nos lleva al frenético desguace de nuestros ahorros en pos de una ficticia idea de que mientras compramos para regalar, nos amamos un poco más los unos a los otros, como propugnara el Infante que colocamos sobre el pesebre, ajeno a lo que su festividad acabaría acarreando.
El cumpleaños del Niño de Belén es el pretexto inventado para liberar unas pulsiones interiores no asumidas que conducimos durante unos días por el camino del derroche y la profusión alimentaria, como náufragos que de golpe atisbaran una isla donde todo está a su disposición.
Las luces, colocadas estratégicamente, muestran el camino. La música persistente nos arrastra como bella sirena hasta lugares en los que nuestros sentidos caerán derrotados por la necesidad inmediata de vaciar nuestros bolsillos.
Todo diseñado por “influences” magos que las poderosas agencias comerciales contratan y a los que pagan con rigor para que nos anestesien con el fluido de sus secretos brebajes.
Nos dejamos influir y nos abandonamos al dulce sopor del deber comprador cumplido.
                                                                                      
Ana  María Mata
(Historiadora y Novelista)

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