(Artículo publicado en el diario Marbella Express el 14 de febrero de 2011)
El nacimiento de un libro siempre es una buena nueva. Lo es, en primer lugar, por su autor. Porque si éste logró conmoverte en uno anterior, es muy posible que el milagro vuelva a repetirse. Y en el momento en que estamos lo es también por su posible desaparición, por la decadencia que invade los dominios del papel hasta casi conseguir del bibliófilo que derrame una lágrima interna por el que está leyendo en el momento actual, quizás con el convencimiento de que puede ser el último. Claro está, el ultimo en el que pueda acariciar, como suele, el cartón duro de la cubierta y las hojas, cuidadosamente recortadas de su interior, donde cada renglón es para él como una partitura de una sinfonía que va sonando lentamente en lo más íntimo de un cerebro agradecido de que así sea.
Mientras ocurra esa muerte anunciada, disfrutemos de cuanto nos quede de papel ennegrecido por la tinta de acontecimientos narrados, de sentimientos que el escritor expone e imprime como un tatuaje para él y sus posibles lectores.
Todos nos desnudamos un poco al escribir, el autor retrata junto a lo que narra su visión personal de lo narrado, vistiéndose a veces de hermosas galanuras o dejando a la intemperie la osamenta dura y descarnada de aquello que no puede por más tiempo guardar en su silencio y misterio. Un libro siempre es un pequeño testamento que el lector debe descifrar y llevar a buen término. Al acabarlo, el escritor siente siempre el síndrome de la pequeña muerte en el último renglón.
Manuel Vicent es un valenciano cuyo humor y panteísmo suelen unirse de forma tan afortunada que en su enjuto rostro casi quijotesco aparece ya la huella que confirman sus ojos mediterráneos. Quienes conozcan sus artículos semanales sabrán de sobra como en la ironía de sus metáforas convive siempre el placer del griego desplazado cuyos dioses le incitan al disfrute absoluto de la naturaleza que le rodea. Una rebanada de pan con aceite de oliva, un tomate maduro con sal, la berengena, el calabacín o la sardina dorada en el espeto, son para Vicent elementos robados de un Eden con los que un Dios amable nos compensó de la dichosa manzana prohibida.
Manuel Vicent ama el sol, el Mediterráneo, el hedonismo y la escritura. Tal vez en ese orden o cualquier otro, pero en cada una de sus palabras parece resonar la caracola que de niño tantas veces hubo de llevarse al oído al tiempo que miraba con deleite como iban floreciendo los pequeños brotes de azahar. Sus libros dan constancia del humor de un hombre que siente placer hasta en la visión de un bello relámpago y el ruido que le acompaña.
Este valenciano acaba de publicar su por ahora, último libro. El título anuncia “Aguirre, el magnífico”, y en él aparece la figura del hombre que consiguió el ducado de Alba por méritos propios. O lo que es lo mismo, porque se empeñó de tal manera en ello, que puso su muy alabada inteligencia y sus, hasta entonces ignorados dotes de conquistador al servicio de nobleza tan insigne.
Jesús Aguirre enamoró a Cayetana de Alba cuando ya era Director General de Música, y después de haber sido el cura de los universitarios madrileños cuyas misas estaban repletas de gente “culta” que solo se quedaban hasta después de oír el sermón. Sermón que Aguirre adornaba con frases de filósofos alemanes (Adorno, Benjamín) a los que con anterioridad había traducido al castellano por primera vez.
La intelectualidad española ya había quedado prendada de su oratoria y le había incluido en sus círculos más prestigiosos en un momento en que en Madrid se reunían al mismo tiempo la pedantería de Juan Benet y la frescura casi pueblerina de Juan García Hortelano. También Gil de Biedma, Carlos Barral y Ferrater, cuando llegaban desde Barcelona. La “Gauche Divine” a quienes el franquismo les sirvió como causa y justificación de muchos desvaríos alcohólicos de los que no todos saldrían bien parados.
Jesús Aguirre aspiraba a más, mucho más que a noches de vino y jarana. Sin abandonar a sus filósofos los utilizó para asombrar a los glamourosos que jamás habían oído hablar de ellos. Y precisamente en Marbella, Cupido le indicó el camino a seguir. Junto a las bouganvillas que enmarcaban el rizado cabello de la duquesa, Aguirre supo con certeza que había alcanzado su meta. Lo demás, fue carnaza de revistas del corazón. Divagaciones y rumores de bellos efebos que arreglaban el jardín entre mirada y mirada del nuevo duque…; contestaciones airadas de la esposa, sexo, lujo, cuadros catalogados por tan excelso personaje y cólera, enfado general de unos Alba que imaginaban su patrimonio en manos de un maquiavélico instigador.
Libro divertido donde los haya, lleno de anécdotas jugosas y acontecimientos que al ser cosas del ayer, nos parece a veces surrealista. Donde lo mejor es la pluma bellísima del autor, el estilo inimitable de un escritor experto en metáforas tan acertadas como en ocasiones sarcásticas. Vicent es en el libro el verdadero “magnífico”, el que transforma una historia inverosímil pero real en una auténtica página valleinclanesca.
Y todo ello con una excelente portada muy representativa del interior, y en un papel,…¡ay!... todavía en un delicioso papel ligeramente satinado.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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