(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 7 de noviembre de 2013)
Aunque el diccionario –hoy
digital– afirme que la fe es una virtud teologal que constituye el conjunto de
creencias de una religión, también asegura que llamamos fe a la confianza en
algo o alguien cuya autoridad aceptamos. No es a la primera de las acepciones a
la que quiero referirme (también en ella imagino pérdidas o al menos dudas de
la razón), sino a la segunda, pues es la cuestión de la confianza en la
autoridad la que tengo interiorizada como causa de nuestro actual malestar.
Un día, lejano ya y desde luego
venturoso, apareció una urna en nuestras vidas de personas sometidas al mandato
único, y fue en su interior donde colocamos con cierta emoción un ligero papel
cuya levedad material encerraba la mayor de nuestras esperanzas. Todas las que
habíamos ido acumulando en demasiado tiempo de acatar lo que una sola persona y
sus acólitos decidían por nosotros. La
Democracia nos transformaba en ciudadanos pensantes y capaces de elegir a quienes en nuestro nombre iban a
llevar al país, no solo a Europa, también esperábamos que a una feliz
convivencia sin demasiados problemas.
Han pasado más de treinta años
de aquella ilusoria esperanza. No tan ilusoria, cierto, ya que la libertad, el
más deseado de los dones, merecía la pena por ella misma y a pesar de lo que
escriba más abajo, sigue ahí en su lugar de donde estoy segura no volverá a
desaparecer. Lástima que el hombre necesite algo más que ideales para seguir
vivo. Que su parte de naturaleza animal –en palabras de S. Pániker- le exija
realizar actividades propias, como alimentarse, defecar, reproducirse, etc, y
un techo y trabajo para dar cabida a las anteriores.
La confianza, o fe, nos hizo
pensar que gran parte de la solución a estos problemas podría venir de la tenue
papeleta que con nombres propios y tanto fervor depositábamos cada cierto
tiempo en las urnas. Ellos, capitanes de nuestros ideales y deseos, eran
inteligentes, estaban preparados y venían con afán de servicio. Los creímos
durante un tiempo, por aquello de ser bien pensados y la confianza. Altos o
bajos, elegantes o desaliñados, con mayor o menor voz, todos la alzaban para gritar
lo del “afán de servicio” como un mantra que aprendido una vez se repite por
inercia. Pero seguíamos creyéndolos. Aún perduraba la fe.
No recuerdo con exactitud en que
momento empezamos a ir perdiéndola. Quizás fue más lento de lo que hoy nos
parece, y aceptemos que en ese camino se cruzó como espada devastadora algo con
lo que no contábamos. Devastadora y flamígera, la
Crisis , dama con argolla inquisitorial y casi guadaña, hizo su aparición
como lo hacían las epidemias del Medievo, sin avisar y con enorme poder de
contagio.
Era el momento donde la praxis se
situó en primer lugar e igualmente donde los que decían gestionarla comenzaron
a quitarse la máscara. La máscara que encubría el “afán de servicio” y
cualquier ideología de derechas o izquierdas. Sálvese el que pueda, o lo que es
lo mismo, aprovechemos el poder que nos han concedido, la situación, la
oportunidad y llenemos nuestros sacos antes de que otros lo hagan por nosotros.
Una nueva figura apareció en el horizonte, la corrupción. Con más fuerza aún
que la crisis, igual de extendida, de contagiosa, de increíble para quienes
habíamos depositado la esperanza en aquella lejana papeleta.
Hombres y mujeres, tanto los que
hablaban de “descamisados” como los que seguían gritando ¡Viva España! con
tufillo nostálgico, idearon complicados tejemanejes para dedicarse con mayor o
peor estilo al simple hecho de robar al resto de los españoles.
Y el río empezó a crecer hasta
desbordarse en funestas cataratas de juicios, cárceles, imputados, recursos,
más juicios, más cárceles, hasta que faltó lugar en ellas para algunos cuyas
fechorías eran más complejas y necesitaban magistrados con dos pares de
narices.
En esas estamos y seguiremos
estando por desgracia durante largo tiempo. Asistiendo impotentes a la ruindad
de nuestros gobernantes, o de gran mayoría de ellos. Tantos, que ni caben en
estos folios ni en mi infeliz memoria. Tantos que los pocos honrados tienen
sobre su cabeza la espada de Damocles de la comprensible duda ciudadana.
Nos han defraudado y han hecho
que perdamos la fe. En ellos, en la política y casi en las urnas que hayan de
venir. Jamás se lo perdonaremos.
Ana María
Mata
Historiadora y novelista.
3 comentarios:
Hemos perdido la fe en los políticos pero no tanto como en la política, a la cual hay que cargarla de razón y dignidad para que volvamos a creer.
Me quedo con la frase de Bernard M. Baruch: vota a aquel que prometa menos. Será el que menos te decepcione.
Ana María, gracias por tu muy buen artículo.
Desgraciadamente muchos de los que hoy se hacen llamar políticos esos que dicen representarnos, son un grupo de villanos sin escrúpulos que viendo en los partidos políticos la herramienta para conseguir sus mas oscuros objetivos, (que no son otros que su propio enriquecimiento a costa de los ciudadanos), se instalaron en estos partidos, en muchas ocasiones pisando las cabezas de sus propios compañeros, destruyendo el significado de libertad y democracia en el hoy maltrecho termino de Política.
Éstos narcisistas de su propia avaricia, éstos que no quieren enterarse de que trabajan para nosotros, éstos a los que con mil esfuerzos pagamos sus desorbitados sueldos, éstos que nos están robando nuestra preciada libertad, que han mancillado el nombre de la Democracia, de la Política, y del Bienestar Social, éstos que nos menosprecian e intentan callarnos con sus Decretos y Leyes retrógradas, éstos representantes del descrédito internacional, Estos que anclados en la mentira se creen dueños de nuestras vidas. Estos que están por encima del bien y del mal.
Éstos ahora mas que nunca deben de ser el motivo de no perder nuestra FE.
Esa FE que tiene que venir del convencimiento de que nosotros la Ciudadanía estamos por encima de ellos, y que desde dentro o fuera de los partidos políticos todavía hay personas que creemos que NUNCA hay que rendirse, y que somos capaces de destronar a estos “parásitos” que intentan aniquilar todo lo que somos y todo a lo que aspiramos. Nosotros seguimos teniendo la Fuerza, la Voz y la Razón, sólo debemos creérnoslo y salir del cómodo letargo, en el que nos hemos instalado, destronando a éstos maestros del engaño.
Lo último que perderé será la FE, porque siempre seguiré creyendo y luchando, como a mi humilde entender haces tu con tus artículos que son a la vez una bofetada de realidad y un ejemplo de lucha, creencia y FE.
¡Muy bueno Fabiola! A la altura del artículo de Ana María.
Publicar un comentario