(Artículo publicado en el periódico Tribuna Express el 5 de junio de 2014)
Últimamente, y sin decirlo a nadie más que a
ustedes, me ha dado por inspeccionar al prójimo en los paseos urbanos que,
según los médicos, tan necesarios son para la salud. Para evitar el
sedentarismo que me corroe, trato de realizar caminatas por distintos lugares y
durante las mismas me ha surgido un talante de “flâneur” que desconocía poseer
y a través del cual intento captar curiosidades y manías en las que a veces me
veo reflejada.
Visualizo, con envidia cronológica, por
ejemplo, las cada vez más cortas faldas de jovencitas en flor, hasta límites en
los que dicha prenda deja de serlo para convertirse en braguita estirada. O la
abundancia de ropaje “made en China” que posiblemente la crisis induzca a lucir
como vestimenta generalizada. También la afición a los perros caniches de los paseantes del
paseo Marítimo, cual ola de afecto canino que prácticamente nos desborda. Pero
de forma especial, y como fenómeno sociológico, digital y si me apuran
patológico, destaco el hecho concreto y comprobado de no encontrar ni un solo
paseante, joven o viejo, nacional o extranjero, burgués o mendigo, que no lleve
en sus manos o pegado a la oreja el consabido teléfono móvil. De mayor o menor
calibre, con variantes infinitas, pero teléfono sin cable, al fin y al cabo.
He llegado a la conclusión, -por otra parte
nada difícil- de que la humanidad al completo no concibe ya la existencia sin
él. Pido disculpas virtuales a supuestas tribus en extinción cuya forma de vida desconozco…pero
aún con ellas me atrevo a sostener un atisbo de duda.
A pesar de haberse transformado en un
utensilio tan normal hoy como puede
serlo un cepillo dental, hay momentos en los que tal vez por aburrimiento o
pereza de pensamientos más
trascendentes, intento recordar como era nuestra vida antes de que el móvil se
erigiese en protagonista principal de la misma. ¿Qué hacíamos cuando no
existían, al bajar de un avión, pongo por caso? ¿O en esos minutos de espera en
un restaurante? ¿Cómo nos citábamos con los amigos?...y si vamos más lejos
¿podíamos vivir sin controlar a la pareja, o al hijo adolescente?
Estoy convencida de que es ese el gran
interrogante para psicólogos y quienes se dediquen a cierto tipo de
antropología. La dependencia asumida. Estudiar que clase de personas éramos “antes
de y después de”. Dar en el clavo de cómo la tecnología y los medios de
comunicación nos han hecho ser distintos. Si en realidad dichos artefactos han
generado unión o más soledad. O si la servidumbre de un pequeño aparato nos
crea ansiedad cuando comprobamos que no lo llevamos encima. Tanta como para
volver por nuestros pasos si nos damos cuenta de su ausencia a dos kilómetros
de donde vivimos.
Cuando me acuerdo de Orwell y su célebre
novela “1984”
siempre digo para mí que tenía razón, pero quizás no imaginó que la cárcel y el
dominio vendrían también a través de la electrónica.
Lo peor
(algunos dirán que lo mejor) es que al parecer esto no ha hecho más que
empezar. Que nos esperan días venideros con tanta inteligencia artificial
acumulada como para no hacer nada que no sea contemplar las nubes y su hermoso
movimiento.
Lástima que además de ventajas tengan el
inconveniente de anular la intimidad y facilitar contactos no muy fiables para
niños y adolescentes. Que sirvan para estimular el insulto y la grosería
anónima. Incluso para publicidad de terroristas y asesinos.
Estamos atrapados en las redes, como suelen
decir. Voluntariamente sometidos a ellas, como al amor y sus fatales
consecuencias. Nos olvidamos de que el exceso de ellas no solo consume visión y
augura dolores de espalda, también se lleva un tiempo que podríamos utilizar en
actividades que vamos ralentizando en detrimento de algunas neuronas
cerebrales, como la lectura.
Vivimos inmersos en un mundo de teclas y
pantallas, de dígitos y mensajes abreviados hasta la náusea. Cautivos en un
sillón y encadenados a un luminoso artilugio sin los cuales hoy por hoy nos sentiríamos
tan vacíos como si estuviéramos muertos.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
1 comentario:
Si no hubiese sido por el teléfono no habria leído su artículo
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