Hay una frase del Eclesiastés en la Biblia, escrita por
Salomón, que recuerdo con frecuencia por lo mucho que me gusta y lo acertada
que me parece. Dice el Libro Sagrado : “Hay un tiempo para todo en la vida.
Tiempo para la alegría y tiempo para la tristeza. Uno para el amor y otro para
el desamor. Tiempo para sufrir y también otro para gozar”…Creo que la frase
resume de forma extraordinaria el ámbito completo de la vida del ser humano. Si
ya dijo también Heráclito que no podíamos bañarnos nunca en la misma agua, se
entiende que el inmovilismo sea contrario al hombre, obligado por su misma
esencia a vivir distintas etapas desde el nacimiento hasta su fin.
La infancia sería la primera. Años que
podíamos llamar de Iniciación, etapa para muchos definitiva en el anclaje de
las coordenadas vitales y en el desarrollo de la personalidad futura. Tiempo
igualmente de feliz irresponsabilidad, en el que todo parece permitido y solo
necesitamos para un buen recorrido el suficiente afecto familiar. Doctores en
la materia vienen reconociendo la excesiva idealización que de ella se ha
hecho, ignorando las oscuridades que también encierra y que generan miedos no
siempre confesados. Todos, a veces, quisiéramos volver a ser niños, pero es
solo porque la memoria es benigna y sumamente selectiva.
En el imaginario colectivo no está menos
valorada la segunda etapa o juventud, incluyendo en ella la breve pero a veces
conflictiva adolescencia. Sería la llamada, de la Ilusión o de los grandes
proyectos, pues es en ella donde múltiples factores se alían para concedernos un exceso de vigor, desde los
hormonales y físicos hasta los que el cerebro se encarga de emitir como bandas
sonoras en nuestra psique para hacernos creer que nada podrá con nuestra
decidida voluntad de ser feliz o de dominar el entorno. El protagonismo lo
encarna el sentimiento amoroso, fruto del ensamblaje hormonal y el cultural
adquirido de generación en generación. Nadie puede eludir lo que siglos y
siglos de enseñanza gratuita coloca en su interior. La literatura, la música y
sus ritos conducen al joven hasta el amor, y después de él, todo, creemos, se ha de
dar por añadidura.
No siempre ocurre así, para nuestra
desgracia, y eso es lo que define la etapa siguiente, la de la madurez, o de
Asentamiento. Una bofetada, en ocasiones de dura realidad, lleva al traste la
breve pero intensa ilusión de conseguir ser lo que queríamos y amar o que nos
amen del modo que nos hubiese gustado. La diosa razón impone su criterio y la
vida comienza a mostrarnos sus primeras voces de alarma. Se acumulan las
responsabilidades y se nos exige no solo
su cumplimiento sino hacerlo de forma concreta, a ser posible mostrando gran
capacidad . Un hombre maduro no debe cometer errores. En la madurez hay que dar
la talla en todo, léase ser honesto, valiente, fiel en el amor y luchar por el
triunfo profesional.
Por suerte existe otra etapa, cuyo único
fallo es ser la última. Por ahora, al menos…
Su nombre es tan duro como suele ser el
talante con que nos enfrentamos a ella. La vejez acostumbra a estar tan
denostada que hasta inventamos eufemismos para denominarla. Tercera o cuarta
edad, Mayores. Ancianos. Nadie quiere desaparecer en juventud pero tampoco ser
viejo. Odiamos parecerlo, simplemente. Quisiéramos estancarnos en cualquier
otra etapa anterior. Quizás andemos
equivocados y nos guiemos por voces externas, comerciales, interesadas en hacernos
desaparecer, en transformarnos en invisibles. Craso error que puede ser
evitado. Porque esta difícil, si quieren, etapa es la que llamo “de las Cosas Pequeñas”.
Etapa especial para quien tenga la suerte de llegar a ella sano o casi. Nada
nos oprime en ella más que la salud. Nada nos obliga a ser un triunfador, nadie
espera nuestro esfuerzo desmedido, no hay por qué ser ya ni guapa/o delgada,
ágil, ocurrente o simpático. Las valoraciones de los demás pierden importancia,
y eso segrega tranquilidad.
Es nuestro auténtico tiempo. El de darnos
cuenta de todo lo que nos hemos perdido mientras intentábamos agradar, seducir,
triunfar en la profesión, ser buena madre, buena esposa, guardar la línea, o
dar ejemplo. Lo llamo, a veces tiempo de Contemplación, de serenidad. Volver la
vista a cuanto nos rodea, desde la naturaleza a la antropología de calle.
Observar con intensidad a la gente, la
ciudad, el cielo, el gesto del viandante mientras imaginamos su vida, el de
niños que pueden ser como los nuestros fueron, de jóvenes creyendo que siempre
serán ágiles y bellos, el de mandatarios que se piensan irreductibles…y
esgrimir una sonrisa de experiencia porque nosotros sí conocemos la verdad
última.
Tiempo de libros y ratos en buscada soledad y
ensimismamiento. Libros como compañía y conocimiento de otras vidas que
multiplican la nuestra. Tiempo de nubes y mar, tiempo de flores, de verlas
germinar y crecer, con el deleite del color, la variación, su mudo lenguaje tan
expresivo en formas y belleza. Tiempo de reflexión sobre lo mucho que, a pesar
de todo, hemos disfrutado. Que disfrutamos aún con los hijos de nuestros hijos,
la felicidad máxima, lo más bello de esta última etapa.
Hay que subir esta gran montaña. Con las
fuerzas tal vez disminuidas, pero la mirada será más libre y la vista más
amplia y sincera.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
3 comentarios:
Me ha gustado mucho leer este texto, parece escrito desde tu colina con vistas. Disfruta de lo que te has ganado Ana Maria.
Bella composición. Texto e imágenes se funden haciendo florecer la sensibilidad que todos llevamos en nuestro interior. Gracias por esta flor.
Preciosas y precisas palabras.
Andrechu
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