Es difícil que hayan podido olvidarla. Es una
de esas escenas de cine que pasan a la historia como emblemática y acaban
transformando en míticos a sus personajes. El momento en el que Anita
Ekberg se acerca a la Fontana de Trevi de noche
y canturreando y admirada por su belleza se mete al agua mientras le gritaba a
un estupefacto Marcelo Mastroianni que también lo hiciera, fue una escena única
que dejaría embelesado a medio mundo, con su traje negro, su melena rubia y un
cuerpo escultural.
Federico Fellini consiguió con “La
Dolce Vita” y esta escena en la más famosas
de las fuentes romanas una película a la que el tiempo consagró como
imprescindible en la historia del cine y logró que Anita Ekberg se convirtiese
en una especie de Marilyn europea. La actriz había nacido en Malmoe (Suecia) y
al parecer fue Bob Hope quien encandilado con su belleza espectacular aseguró
que había que darle el inexistente Nobel de Arquitectura a sus padres por
moldear semejante cuerpo. Había ganado el título de Miss Suecia en 1950. En
Hollywood alcanzaría una fama que siempre estuvo más ligada a su imponente
belleza que a sus cualidades de actriz. Trabajó otra vez con Fellini en
“Boccacio70” y con Bigas Luna en “Bambola”.
Tenía 83 años y acaba de morir en una residencia de ancianos de Roma.
La noticia ha provocado en mi mente una serie
de remolinos de imágenes, recuerdos que mis neuronas han hecho aparecer como si
la “naftalina”en la que los guardé hubiese hecho mutis por el foro. El reloj
del tiempo funcionando hacia atrás me ha devuelto a una juventud que perdí y a
una Marbella tan distinta que casi no reconozco. Visionar de golpe la década de
los sesenta, el “Gotha” de personaje que edificaron casas en nuestro suelo, que
vivían tranquilos ensimismados con el clima y el entorno, que alternaban con los nativos, y nos daban fama en el
exterior, es un proceso difícil al día de hoy, en un mundo global y un pueblo
extraño por todo lo que encima hemos ido almacenando en tantos años de
tecnología abrumadora, pero también de codicia y pérdidas, de algún que otro
gozo y bastantes sombras.
La actriz de la Fontana de Trevi, la
escultural Anita Ekberg protagonizó unas
horas largas de mi vida de entonces de forma un tanto extraña que no me resisto
a dejar solo en la neblina de mis recuerdos. Mi marido, abogado, hablaba inglés
y en su despacho se reunían extranjeros de variada índole por aquello del
idioma. Llegó a tener clientes de toda Europa y algunos americanos, contando
sus penas y sus ganas de vivir aquí, que para ellos era Jauja dorada, por los
precios de entonces. Militares retirados, deportistas, príncipes o duques, financieros
e imagino que también algún que otro innombrable. Eran muchos y yo, por
supuesto, (al estilo de una infanta en entredicho) no los conocía a todos. Eran
tiempos de hogar y niños, de embarazos y paseos por la Alameda para las mujeres.
Estaban los Beatles, aquellos melenudos vestidos de negro. Creo que en España,
Los Pekeniques, y, todavía, como no, El Dúo Dinámico.
Fue un día de Enero, como el de ahora cargado
de luz. Mis dos hijas pequeñas acababan de empezar a ir al colegio. Quien
escribe estaba por desgracia en la cama ya que me habían diagnosticado una
pleuritis de cierta importancia que necesitaba reposo. El tiempo que no pasaba
leyendo lo hacía enfadada con el mundo, cabreada por la faena del encame.
Deprimida, se diría hoy. Sonó el timbre y el perro ladró como de costumbre. A
partir de ahí, el panorama se desvanece y en su lugar aparece en mi retina una
mujer…cuya descripción al día de hoy todavía se me resiste. Altísima, grande,
rubia, exageradamente guapa, con ojos azules enormes, boca pintada de rojo y
espectacular sonrisa que alternaba con frases en inglés. Ocupaba el quicio
entero de la puerta, no miento, y aparte de desear desaparecer, servidora no
hizo más que pegar un respingo de miedo, de sorpresa…hasta pude pensar que
había muerto por la pleuresía y aquello era un trozo de cielo (o de purgatorio,
yo que sé) donde habitaban las mujeres más grandes y guapas por un motivo que
yo desconocía.
Me repuse cuando Arturo apareció detrás con
su ilimitada sonrisa de oreja a oreja. Pude fijar la mirada en la mujer, y
comprendí sin comprender que era la actriz Anita Ekberg quien me sonreía y se
disponía a saludarme con un beso.
Pude morir, pero de infarto. La apabullante
cordialidad de Anita tardó en conseguir que lograra balbucear dos o tres
palabras (en español, que ella estaba aprendiendo) y le sonriera agradecida por
haber querido visitar a la mujer de su abogado que estaba triste y deprimida.
Comprendí luego que aquél cuerpazo imponente escondía una mujer de gran
humanidad y simpatía condicionada por su físico y por la película de Fellini.
He visto varias veces en el transcurso de los
años “La Dolce Vita”
y la escena de la Fontana. Cada
vez que Anita entraba en la fuente, yo la veía entrando en mi habitación, como
un hada o un enorme fantasma llegado del cielo.
Cosas de aquellos años en Marbella… Perdonen
el atrevimiento de contarles mi peculiar batallita.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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