Los cinco ríos verdes
En el viaje hemos cruzado cinco grandes ríos. Han sido mil
kilómetros, dos llanuras sedientas que no te dejan escapar y cinco ríos verdes
y anchos. Soledad parece quedar en el pasado remoto y sin embargo Fomo nos
despidió hoy mismo al amanecer. Fomo. Acabamos de cruzar el quinto río y
tenemos que conectar el aire acondicionado del coche, que ahora corre en paralelo
a una eternidad de olivos. Fue solo hace unos días cuando me lo encontré
sentado, serio y solitario, en un banco de piedra en la oscuridad de los
soportales de la iglesia, con la mirada perdida en la profunda sinrazón del
valle.
Fomo. Quise saber
qué significa. Desde el día en que recibí su primer correo sentí curiosidad por
ese nombre, ¿no es de Soledad tu nombre, verdad Fomo?, sin embargo tú sí
pareces de aquí. Escucha José María, los del sur sois muy raros, siempre vais
en busca de lo desconocido, lo queréis saber todo, queréis respuestas a lo que
no entendéis, se os va el tiempo intentando fisgonear lo que estarán haciendo
los demás, y todo para removeros de rabia callada una vez descubierto,
frustración de no haberlo hecho vosotros antes, por querer ser el otro. En el
sur el otro quiere ser tú y tú quieres ser el otro. Y os empeñáis en cruzar los
cinco anchos ríos y las agrietadas mesetas, en pleno verano, para llegar a la
Soledad, pudiendo tenerla allí mismo, en el borde mismo de vuestro plácido espejo.
Fomo y los ingleses
Unos ingleses que vinieron a
la aldea hace unos años me explicaron que significa mi nombre. Vinieron a
Soledad cruzando las Montañas Ignotas, desde sus mundos de lo Olvidado y de la
Impaciencia, más al norte. Cuando llegaron aquí estaba todo de blanco, y la nieve
esparcía su silencio, primero por las noches y después cubrió cada día de la
semana, uno a uno, incluso el cielo se hizo blanco. Y en el poco idioma que
compartíamos me dijeron que venían buscando un sitio sin cobertura. Solo a la
tercera chimenea conseguí entender que era la cobertura, internet, los
teléfonos móviles y lo de las redes sociales. Idoia sin embargo nunca lo ha
entendido. No lo necesita, con las manos resguardadas en su delantal, refugiada
detrás del mostrador, siempre cae la tarde para ella en la penumbra del
colmado, mírala José María.
Me explicaron que venían huyendo de la plaga que asolaba su mundo,
el FOMO. Buscaban el aislamiento, venían enfermos de fomo. La locura que les ha
entrado de querer ver lo que hacen los demás en cada momento, de mostrar al
mundo la vida de uno hasta el más inútil detalle, la adicción a no perderse
nada de lo que pasa ahí fuera, obsesión por estar a la vez en todo y en todas partes. Fear Of
Missing Out. A la quinta chimenea fueron ya capaces de contemplar callados, sin
moverse, como caía lenta la nieve al otro lado de la ventana. A la sexta se
quedaban dormidos frente al fuego con sus libros cerrados sobre el regazo. La
segunda semana me los subí al hayedo de plata. Y allí lloraron rodeados del
silencio del bosque. Como lo hice yo el día que la Idoia se me quedó callada y
con las manos en el delantal.
Calles de olivos, colinas de
almendros
Ya hemos dejado atrás los grises olivares y sus calles de perros
perdidos, y estamos atravesando las colinas de almendros. Los almendros son los
grandes solitarios del sur.
Para mí volver significó siempre un largo viaje hacia el sur,
un retorno al ajetreo y a la vida, un viaje por el tiempo, dejando por las
ventanillas el paisaje del pasado, las caras asustadas de los familiares del
campo, las pesadas manos surcadas de tierra diciendo adiós. Volver lo fue siempre hacia un territorio
bordeado por el límite azul oscuro del mar en un extremo y la espuma blanca de
la ola cercana. Ahora ese viaje es un paseo lento y en blanco y negro al pasado.
Un paseo que se repite con frecuencia y en el que redescubro rincones tragados
ya por la memoria, las palabras que ya no se usan, la antigua casona de la
familia, gentes que permanecían en la oscuridad y que por segundos consigo
rescatar. Incluso animales que quise, caballos y perros; Española la noble yegua
alazana y Duque mi setter irlandés.
Recuerdo el cambio repentino del tono de voz de mi padre al
sobrepasar el último puerto de montaña después de tantos kilómetros de curvas y
carreteras en mal estado, “niños, ya se ve el mar y la catedral, ¿lo veis?,
mirar el puerto”. Y los cuatro, en el apretado asiento de atrás, gritábamos al
unísono “¡siii!”, aunque tuviéramos que alzar las cabezas por encima de los
asientos delanteros para atisbar solamente más campo amarillento, montañas
calizas y mas curvas hacia el horizonte.
Autopista de peaje
La máquina escupe nuestra tarjeta de crédito y levanta la barrera,
ahora volver es una autopista de suave pendiente, con enormes camaleones que
enseñan la lengua pintados sobre la roca, con túneles y viaductos que
sobrevuelan las montañas salpicadas de arboles y casitas blancas. Es un peaje
hacia el mar, una larga pendiente en descenso gradual y sin altibajos hacia el mismo
borde de ese espejo donde vivimos apiñados los indolentes sureños, ese sur en
el que los días de calma se refleja el Otro Lado, el de la sempiterna sequía.
En mi vuelta de Soledad este año he visto de repente, alejándose velozmente
por el espejo retrovisor, todos esos años pasados en el asiento de atrás con la
cabeza vuelta y los ojillos medio cerrados para poder entender los misterios de
la vida a esa edad, es decir, cómo se estrechaba misteriosamente la carretera
en la que solo hace unos segundos cupo el coche con toda la familia dentro, y cómo
se fundía con las últimas casas del pueblo que acabábamos de pasar, hasta
desaparecer completamente, carretera y casas tragados por la ventanilla de
atrás.
Fomo. De querer entender todo lo que queda fuera de ti, de querer
fisgonear lo que no alcanzamos, ser lo que no somos. De querer saber qué le
pasa a ese hombre que anda por la cuneta arrastrando los zapatos y masticando
su vida, mientras tú vas apretujado en la banqueta de atrás de un viejo Renault
conducido por un padre que después de tantos kilómetros, al pasar la última
curva, sonríe y grita que ya se ve Málaga.
Y allí abajo por fin, de repente, la luz se abraza a un puerto
abierto al mundo, el horizonte es brillante y de sal. La catedral de cobre
azulado señala a un sol suspendido sobre el Mediterráneo.
José María Sánchez Alfonso. Enero de 2015
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