La colectividad cristiana celebra en estos días su semana mayor, la
llamada Semana Santa. Durante ella se conmemoran los duros días que Jesús de Nazaret pasó desde el momento en
que fue acusado por el prefecto romano Pilatos de insurgencia al poder, la
condena posterior a muerte y el camino que hubo de recorrer hasta llegar al
Monte Calvario, donde tras larga agonía fue salvajemente crucificado.
Los cerca de tres mil años que han transcurrido desde entonces nos han
habituado a celebrar el tremendo magnicidio en tonos muy distintos a los que en
los momentos reales el Nazareno y su gente
debieron vivir. El tiempo hace de lo lejano a veces, símbolo o metáfora,
y en muchas, como en esta ocasión,
celebración y festejos.
Especialmente en nuestro país, el sentimiento lleva a una exacerbación
del ritual transformando el cariño, y la
pena en exageración de imágenes a las que revestimos con todo tipo de
esplendor, luces, tronos, palios, flores y demás aderezos, en una intención
clarísima de dejar constancia de que nuestro fervor y amor al Hombre de la Cruz es más fuerte que ningún
otro del planeta.
La Semana Santa es una muestra de fervor popular y de la mal
llamada fe del carbonero, puesto que la fe, de sentirla, no admite distinción
alguna entre sus poseedores. Consagrada ademas como fenómeno cultural y
antropológico, con solo apreciar la belleza de tallas y la emotividad que
generalmente produce se entiende que a la semana mayor se le considere como un
renombrado bien de la cultura nacional.
Sin embargo no son las procesiones ni los ritos litúrgicos lo que
motivan estas líneas de hoy. De no ser por el atrevimiento que supone, diría
que tienen un ligero trasfondo teológico, pero líbreme Dios de ser mas papista
que el Papa, y acéptenlo como reflexión personal e íntima escrita a voces, sin
ninguna intención de provocar.
Hemos aprendido desde niños (especialmente grabado en los que ya
peinan canas suficientes), que desde lo de Adán, Eva, la manzana y la
serpiente, nacemos con un pecado, de nombre “original”, heredado a la fuerza de
aquellos a quienes llamábamos “primeros padres”. Este hecho motivó la
indignación divina hacia el género humano de todas las épocas por la
desobediencia de su primera mujer y la capitulación de su pareja.
La única solución al desastre era una especie de compensación al
Creador, cosa difícil tratándose de alguien tan superior.
Leemos la Biblia,
y vemos como Jehová decide al fin mandar a un Mesías para salvar al pueblo del
pecado y redimir a la especie humana. Ese Mesías será su propio hijo, encarnado
en hombre a través de una mujer llamada María. De esa forma, nacerá Jesús que
deberá redimirnos de la gran falta a través de su muerte.
Hasta aquí lo aprendido y aceptado por las instituciones cristianas.
Nace el Jesús Redentor, y como ya conocen, después de una corta vida de
misericordia, enseñanzas y amor, llega el
inmenso misterio de la Pasión,
origen de la Semana Santa.
Pido perdón de antemano a los estrictamente ortodoxos, pero “¿Les
parece que no pudo haber otra salida al dichoso pecado de Adán y Eva que no
fuese la cruel crucifixión de Jesús de Nazaret …?”
¿Como comprender y aceptar con tanta facilidad que el único hombre
cuya huella en la tierra es por encima de todo de amor y convivencia en paz, el
Hombre sabio que curaba, perdonaba al pecador, odiaba la violencia y el rencor,
hubiera de morir por algo tan sutil como un pecado viejo, cometido por recién
llegados incautos?
¿No podría el Creador Padre haber sido magnánimo y perdonar a los
hombre con su tan cacareada misericordia, o al menos, en esa misma línea
imponer una reparación que no hubiese sido tan cruel?
No deseo que me cataloguen de “sacrílega”, y de seguir mis reflexiones
por este camino podría haber quien lo pensase .
Creo haber dejado claro, a pesar de ello, que no entiendo ni acepto la
crueldad de la Crucifixión
del Nazareno, y me fastidia íntimamente
que desde niña me hayan querido hacer cómplice de ella.
O nos lo han explicado mal o debo entender a quienes dicen que la
nuestra es la religión mas dura porque bendice el dolor y le gusta demasiado la
sangre. Es la religión de la culpa llevada a su
máximo extremo.
Tal vez Machado pudo captarlo bien y por eso siempre me entusiasmó una
se sus estrofas :”No quiero cantar ni quiero a aquel Jesús del madero, sino al
que anduvo en la mar”.
El Nazareno que nos enseño el Amor no debería haber muerto en la cruz,
ni toda la humanidad al completo mereceríamos
un sacrificio tan horrible.
Insisto en que no pretendo escandalizar, y que son simples reflexiones
de una cabeza con las neuronas disparatadas.
Y por supuesto que ningún sevillano o malagueño piensen que me hubiera
gustado privarles de sus admiradas procesiones…
Ana María
Mata
Historiadora y novelista
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