En la larga historia de la humanidad hubo
civilizaciones cuyas manifestaciones artísticas, de tan excelsas, parecen haber
sido creadas para alcanzar valor eterno y reconciliar al hombre con lo que de
divino, dicen, en él existe.
Capítulo aparte merece el análisis posterior
que puede hacerse ante el interrogante de cómo estas mismas civilizaciones o
culturas han ido perdiendo con el paso del tiempo el esplendor alcanzado hasta
llegar en el momento actual a una degeneración de sus valores en aras de
intereses pseudos-religiosos más o menos enmascarados. Incógnitas que la Historia presenta a veces
y cuya respuesta es, por lo general, difícil.
En la creencia de que los españoles en
general no conocemos a fondo el país en el que habitamos, lastimosamente
relegado a veces por destinos lejanos cuyo exotismo nos promete la publicidad,
me creo en la obligación moral de rastrearlos de nuevo y debo decir que no hay
ni uno en que lo haya hecho sin que me haya deparado sorpresas agradables, y en
ocasiones, extraordinarias.
El poeta Góngora, nacido allí, la llamó
“sultana”, y para los que tuvieron la suerte de vivirla en los siglos VIII o
IX, era la “flor más preciada de nuestro reino”. Así la nombraba Ibn Hazm,
autor del “Collar de la paloma”, poeta hispano-árabe especialista en temas
amorosos.
Córdoba es la ciudad andaluza donde el reino
musulmán dejó las huellas de su poderoso momento y de la maestría absoluta que
sus arquitectos, escultores, y demás artistas eran capaces de realizar. Cuando
Abderramán I comenzó la construcción de la Mezquita no sé si sería consciente de lo sublime
en que su idea llegaría a materializarse y cómo un templo musulmán único que no
mira a La Meca,
sino a Damasco, con sus 23.000metros cuadrados se convertiría en el símbolo por
excelencia del esplendor califal y uno de los más bellos del mundo.

Afirmaban
algunos cronistas árabes que la
Mezquita fue el resultado, además, de la influencia que el
clima y el perfume del azahar cordobés tuvieron en los artesanos y de la felicidad que sus habitantes
disfrutaron en Al-Andalus. Lo cierto es que nos dejaron para la eternidad la
más bella de sus creaciones, junto a la Alhambra de Granada.
Entusiasmado con su poderío, Abderramán III
quiso demostrar su amor a su favorita Al-Ahra, y lo hizo de forma rotunda. A
escasos kilómetros de Córdoba mandó construir una pequeña ciudad para ella, de
la que sus restos son suficientes para enamorarse de las ruinas.
Medina-Azahara es un canto al placer, una
perplejidad para la vista, donde sus grandes
y hermosos arcos tallados en rojo y oro se unen a su situación
paisajística y al verde que la rodea.

Quizás lo más interesante radique en intentar
una regresión mental en el tiempo y volver a imaginar la ciudad vivida en su
momento real. En los instantes aquellos en que hombres y mujeres trabajaban,
recorrían caminos ajenos a la prisa, tal vez chocando en alguna calleja por su
estrechez, acudiendo a la llamada del Almuecín, del Rabino y mucho más tarde,
de las campanas. Gente normal, a la que solo diferenciaba de nosotros el
sentido del culto, pero que sufrirían enfermedades, amarían con o sin éxito,
tendrían hijos y temerían como todos a la muerte. Ignorantes sin duda de la
herencia cultural que iban a dejarnos, ajenos a lo que la posteridad les iba a
agradecer, españoles por territorio y nacimiento, aunque Mahoma fuese su
profeta y no el Crucificado.
Incomprensible resulta entender por qué un pueblo cuyos orígenes
estuvieron repletos de belleza y arte, con el esplendor Omeya como bandera
retrospectiva, se haya convertido en cultura actual retrógrada dentro de la
cual conviven corrientes anacrónicas sociales, y, sostenidos por el fanatismo
religioso, asesinos incultos y devastadores. Cada vez que oigo lo del estado
islámico actual, un escalofrío de indignación y rabia me envuelve por completo.
Queda Córdoba como huella del ayer
espléndido. Cuando las piedras hablan, el silencio del hombre es la mejor
respuesta.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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