17 de marzo de 2016

DUNAS DE LA FONTANILLA



Confieso el placer que me produce volver la vista atrás en lo que a Marbella se refiere; y no porque piense que todo era mejor entonces. El tópico de la nostalgia lo desterré hace tiempo. Hubo cosas buenas y otras peores. Como ahora. Como siempre. No querría volver atrás. Pero me gusta recodar y reafirmar que he vivido. Que fui, que fuimos niños, adolescentes, jóvenes. Inconscientes, alegres, felices a nuestra manera. A pesar de las restricciones, de la escasez, y luego, de los miedos, de la estúpida sensación de culpa en que a los de arriba les gustaba que estuviésemos sumergidos.
Es verdad que fuimos la generación del “pecado”, nosotros, pobres diablos que volvíamos a las diez y teníamos que usar carabina para casi todo. Que nos impulsaron a usar  bañadores con falditas y llevar las mangas debajo del codo. Que hacíamos unas mil novenas o triduos al año además de un montón  de Primeros Viernes de mes.
Nosotros, que pertenecimos a un misterioso “espíritu de Occidente” que había que salvar, a un Imperio que nos gustaba porque lo cantaban gritando los flechas del Campamento, con su camisa azul y su boina al hombro…
Es verdad que, como dijo el poeta “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos..” pero mientras la memoria no se marche con el odioso señor Alzheimer, quedará dentro un regusto del ayer, que hoy, por muchos motivos, no podría repetirse. (A no ser  que los guionistas del Ministerio de Tiempo nos dieran la receta).
 En los años cincuenta y principios de los sesenta, las playas, como comprenderán, eran únicamente nuestras. Nos pertenecían en su totalidad y a ella le dedicábamos largas horas de nuestro tiempo. En verano, prácticamente vivíamos allí. Sabíamos en qué lugares cosían los hombres de la mar las redes, de quienes eran las barcazas, a qué horas pasaban las vacas por la tarde, y donde estaban todos los bajos de arena . Y sabíamos también mucho de dunas. Dunas del este y del oeste, grandes y pequeñas, de finísima arena con un color blanco hoy desaparecido, toboganes naturales para los niños.
La nuestra, la de la pandilla femenina que formábamos unas cuantas abuelas de hoy, era  la de la Fontanilla. Una duna grande (aumentada tal vez hoy en nuestra mente) como una montaña de arena empinada que nos esperaba todas las semanas para realizar el ritual ya oficializado: De una en una íbamos subiendo a su cresta y una vez allí, con la faldita del bañador levantada, ojos encendidos y voz copiada de actrices del cine Rodeo, gritábamos: “Soy Esther Whilliams, soy Ivonne de Carlo, soy Elizabeth Taylor, Greer Garson",…al tiempo que nos lanzábamos a la tibieza reconfortante de la arena e íbamos descendiendo por la pendiente.
Flotábamos –ahora estoy segura entre los efluvios del salitre y la espuma amalgamados en una adolescencia repleta de sabores panteístas. Era lo que teníamos y nos parecía el paraíso. Quizás lo era y no lo supimos hasta que nos devoró el consumismo absoluto que aguardaba escondido tras la duna.
Hemos ido a buscar la duna muchas veces. El lugar, el punto exacto. Imposible situarla entre las moles hoteleras y de apartamentos que hoy ocupan su lugar. Para unas estaba en la actual oficina de Turismo. Otras decimos que donde abre sus puertas el Hotel Skol. En la Fontanilla, desde luego, enterrada bajo cemento duro, restos de hierro, adoquines.
Nuestra duna murió con el resto de arena de playa que mandatarios posteriores robaron al mar de nuestros baños infantiles. Toda la arena que servía de soporte a las barquillas pequeñas, a los primeros “sombrajos” familiares donde nos resguardábamos del sol y desnudábamos nuestros cuerpecillos in crescendo.
La arena donde se arreglaban las redes, en la que  merendaban al atardecer madres con hijos pequeños, fiambrera y sandía, tortilla y molletes. Arena y dunas que fueron escondite para algunos primeros osados amores. Playa que ahora es duro mármol, negocios, bares, apartamentos, ruido. Playa del ayer no mercantilizado, grande, majestuosa, donde cada ola festoneaba de blanco la orilla.
No solo escribo para recordarla y que algunos afortunados lo hagan conmigo. Escribo para responder a todo el que desconoce que no tenemos arena porque vergonzosamente la vendimos a los especuladores por cinco o seis monedas de latón.
Cada temporal es una venganza del mar por quitarle lo que le pertenecía.

Ana  María  Mata    
Historiadora y novelista
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