Confieso el placer que me
produce volver la vista atrás en lo que a Marbella se refiere; y no porque piense
que todo era mejor entonces. El tópico de la nostalgia lo desterré hace tiempo.
Hubo cosas buenas y otras peores. Como ahora. Como siempre. No querría volver
atrás. Pero me gusta recodar y reafirmar que he vivido. Que fui, que fuimos
niños, adolescentes, jóvenes. Inconscientes, alegres, felices a nuestra manera.
A pesar de las restricciones, de la escasez, y luego, de los miedos, de la
estúpida sensación de culpa en que a los de arriba les gustaba que estuviésemos
sumergidos.
Es verdad que fuimos la generación
del “pecado”, nosotros, pobres diablos que volvíamos a las diez y teníamos que
usar carabina para casi todo. Que nos impulsaron a usar bañadores con falditas y llevar las mangas
debajo del codo. Que hacíamos unas mil novenas o triduos al año además de un
montón de Primeros Viernes de mes.
Nosotros, que pertenecimos a un
misterioso “espíritu de Occidente” que había que salvar, a un Imperio que nos
gustaba porque lo cantaban gritando los flechas del Campamento, con su camisa
azul y su boina al hombro…
Es verdad que, como dijo el
poeta “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos..” pero mientras la
memoria no se marche con el odioso señor Alzheimer, quedará dentro un regusto
del ayer, que hoy, por muchos motivos, no podría repetirse. (A no ser que los guionistas del Ministerio de Tiempo
nos dieran la receta).
En los años cincuenta y
principios de los sesenta, las playas, como comprenderán, eran únicamente
nuestras. Nos pertenecían en su totalidad y a ella le dedicábamos largas horas
de nuestro tiempo. En verano, prácticamente vivíamos allí. Sabíamos en qué
lugares cosían los hombres de la mar las redes, de quienes eran las barcazas, a
qué horas pasaban las vacas por la tarde, y donde estaban todos los bajos de
arena . Y sabíamos también mucho de dunas. Dunas del este y del oeste, grandes
y pequeñas, de finísima arena con un color blanco hoy desaparecido, toboganes
naturales para los niños.
La nuestra, la de la pandilla
femenina que formábamos unas cuantas abuelas de hoy, era la de la Fontanilla. Una duna grande (aumentada tal vez
hoy en nuestra mente) como una montaña de arena empinada que nos esperaba todas
las semanas para realizar el ritual ya oficializado: De una en una íbamos
subiendo a su cresta y una vez allí, con la faldita del bañador levantada, ojos
encendidos y voz copiada de actrices del cine Rodeo, gritábamos: “Soy Esther
Whilliams, soy Ivonne de Carlo, soy Elizabeth Taylor, Greer Garson",…al tiempo
que nos lanzábamos a la tibieza reconfortante de la arena e íbamos descendiendo
por la pendiente.
Flotábamos –ahora estoy segura–
entre los efluvios del salitre y la espuma amalgamados en una adolescencia
repleta de sabores panteístas. Era lo que teníamos y nos parecía el paraíso.
Quizás lo era y no lo supimos hasta que nos devoró el consumismo absoluto que
aguardaba escondido tras la duna.
Hemos ido a buscar la duna
muchas veces. El lugar, el punto exacto. Imposible situarla entre las moles
hoteleras y de apartamentos que hoy ocupan su lugar. Para unas estaba en la
actual oficina de Turismo. Otras decimos que donde abre sus puertas el Hotel
Skol. En la Fontanilla, desde luego, enterrada bajo
cemento duro, restos de hierro, adoquines.
Nuestra duna murió con el resto
de arena de playa que mandatarios posteriores robaron al mar de nuestros baños
infantiles. Toda la arena que servía de soporte a las barquillas pequeñas, a
los primeros “sombrajos” familiares donde nos resguardábamos del sol y
desnudábamos nuestros cuerpecillos in crescendo.
La arena donde se arreglaban las
redes, en la que merendaban al atardecer
madres con hijos pequeños, fiambrera y sandía, tortilla y molletes. Arena y
dunas que fueron escondite para algunos primeros osados amores. Playa que ahora
es duro mármol, negocios, bares, apartamentos, ruido. Playa del ayer no
mercantilizado, grande, majestuosa, donde cada ola festoneaba de blanco la
orilla.
No solo escribo para recordarla
y que algunos afortunados lo hagan conmigo. Escribo para responder a todo el
que desconoce que no tenemos arena porque vergonzosamente la vendimos a los
especuladores por cinco o seis monedas de latón.
Cada temporal es una venganza
del mar por quitarle lo que le pertenecía.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
.
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