Los profesionales del Turismo suelen decir
que la Semana Santa
es el anticipo o prólogo del verano. Esperemos que estén en lo cierto porque de
estarlo, habría que contar con ambiente festivo en nuestra industria principal
y única. Tendríamos un verano como los
anteriores a la crisis, repleto de visitantes que a su vez supone lleno en la
hostelería, restaurantes y comercios.
Hay que ser sincero y reconocer que Marbella
está preciosa cuando está completa de aforo, cuando gente desconocida recorre
sus rincones, por lo general alabándolos, y se muestran felices de estar en
nuestro pueblo, que para muchos es la
Itaca que llevaban años esperando conocer.
Con la Primavera instalada, las flores hablando con su
único y especial lenguaje, ese que hace al recién llegado inspirar con fuerza
para que llene sus pulmones, el cielo azul brillante, el mar entregando su
espuma y el sol reinando sobre todo, nuestras callejuelas no son reales aunque
lo sean. Están pintadas por Monet, Cezanne o cualquier impresionista que nos
conociera de una vida anterior. Ancha, Chorrón, Carmen o Lobatas. V. de los
Dolores, Salinas, Peral, Alderete, Pasaje…todas rinden homenaje a una montaña
altiva y magnánima a la vez, guarda del misterio de nuestro clima, defensa de
vientos y tormentas, conocedora de nuestros secretos desde que al nacer ponemos
por vez primera los ojos en ella.
Estos días santos hice una prueba que siempre
dio vueltas en mi cerebro. ¿Cómo sería Marbella vista por vez primera, con ojos
vírgenes de recién llegado? ¿Cuál sería nuestra impresión si abandonábamos el
lastre y el gozo de los años vividos en ella?...
No es fácil pero lo intenté, y estoy contenta
del resultado, de la pequeña experiencia.
Me encontré un pueblo que no ha perdido del
todo el carácter de tal, aunque lo disimule con muchos añadidos. Calles
empinadas que acaban en plazuelas aún de piedra con ermita incluida. Casas
solariegas y andaluzas que son utilizadas para menesteres distintos de los que
fueron creadas, pero con sabor a burguesía temprana, a siglo XIX, a realengos o
mayorazgos; circundadas por callejones moriscos, estrechos y serpenteantes. Una
Iglesia del XVII, cuyo campanario alberga ojos vigilantes de cuanto a su
alrededor acontece. Restos de un castillo árabe, quien sabe si con base romana.
Una planicie arbolada con estanque blanco que llaman Alameda. Detrás de ella el
mar, al alcance de la mano. Playas largas que debieron ser anchas antes del
terremoto turístico.
Gente blanca, negra, aceitunada o con ojos
rajados. Babel idiomático. Apariencia de alto nivel de consumo. Sencillez y un
pelín de altanería. Bloques como en todos los lugares de hoy. Aroma a salitre y
flores variadas. Noches de envidiables estrellas.
En ello estaba cuando un tambor resonó en mis
oídos. Había olvidado que era semana de procesiones. Me dejé llevar y esperé.
Con resignación porque me gusta la fé por dentro y casi a escondidas. El dolor
exhibido siempre me pareció tétrico. Adornarlo con joyas y trompetas, patético.
A lo lejos una imagen de Jesús soportando el
peso de la cruz sobre los hombros se dejó entrever. Bella imagen del Nazareno al que acompañaban
sus penitentes. Capirote morado, quien sabe cual será el origen de ese extraño
sombrero. Expectación de todo tipo de gente. Emoción y extrañeza. Extranjeros
fotografiando el espectáculo que muy raramente podrán comprender. Una voz
espontánea. Grito de la saeta a su Señor.
Tras él la madre bajo palio. Aparente desequilibrio
entre la soledad del hijo y el brillo cegador del trono y los aderezos de la
madre. Lágrimas en sus ojos, bajo la alta corona, el collar y las perlas.
Bajan por una calle empinada y estrecha. La
noche es espléndida. Los padres alzan a sus hijos en brazos, le indican el
nombre de Jesús y el de su Madre. Una música no muy triste suena, serena,
reconfortante.
El pueblo es un griterío de voces llegadas de
los más diversos lugares de la tierra. Los nuevos disfrutan del jaleo
procesional como antes del sol y la playa. Parecen felices.
A mí, como visitante falsa, me ha parecido
una ciudad que merece la pena. Ha hecho que hasta la procesión me gustase.
Volvería, estoy segura.
Y la próxima vez puede que fuera para
quedarme.
Ana
María Mata
Historiadora y novelista
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