Que ochenta años no son nada lo dice no solo la antigua canción sobre los veinte, sino el rostro y la figura del hombre a quien hoy quiero felicitar por ello y a quien dedico las líneas de mi artículo.
Con todos
los premios literarios existentes en su haber (ninguno de ellos concedido en
falso) y un curriculum de publicaciones aplastantes, Vargas Llosa podía decir
adiós a la novela y dedicarse a esa nueva vida que sin tener que explicar,
todos sabemos de qué se trata y con quién comparte. Solo con los Doctorados
Honoris Causa, homenajes, conferencias y algún que otro artículo en periódicos
relevantes bastaría para llenar sus horas libres, si es que los periodistas
acodados en el portal de su nueva casa se lo permitían.
Pero el
autor de “La Casa Verde”o
“La Ciudad y
los Perros”, por nombrar sus dos
primeras novelas, el peruano mitad cochabambino que aterrizó un día en
Barcelona y cayó en los amplios brazos de la gran agente Carmen Barcell, no
quiere o no puede vivir sin escribir, como el mismo contó en su fiesta de
aniversario y unos días antes en la presentación de su último libro, la novela
“Cinco Esquinas”.
Repitiendo
una y otra ves su “mantra” al confirmar que el día más feliz e importante de su
vida fue el día en que aprendió a leer, Don Mario, con la elegancia de un dandy
del novecento y la templanza que caracteriza su voz, afirmó que ha escrito esta
novela porque nunca va a perdonar a su antiguo rival Fujimori y a quienes les
hacían de consejeros el daño que su actitud prolongada produjo al Perú y a los
peruanos.
Buen
conocedor de esa época política en la que tomó parte activa, Vargas Llosa
utiliza la escritura quizás como
catarsis personal de aquel momento en el que una determinada prensa que
califica de “amarilla” era manipulada por el poder para intimidar a los
críticos y de esa forma silenciar lo que de puertas adentro el gobierno de
Fujimori iba tramando.
También en
la novela la prensa rosa recibe lo suyo,
quien sabe si no solo por lo de entonces sino por el momento -curiosos vericuetos personales que el azar
reúne- actual que sufre y, según propia afirmación, soporta con resignación por
ser el precio que debe pagar ante una felicidad inesperada.
Como no es cosa de seguir por ese camino y
pisarle los pasos al ¡Hola! escribiré como lectora apasionada de este hombre
imparable que un día, además escogió Marbella para sus vacaciones y a quien
hicimos, si no recuerdo mal, Hijo Adoptivo con todos los honores. Su elegancia de aquél día en el que por
suerte estuve presente, quedó impresa en sus palabras de agradecimiento, como
siempre lo han estado en las líneas de sus libros, por difíciles o extraños que
algunos, los de su comienzo, pudieran parecernos.
Confieso
que de los tres primeros de él, La
Ciudad y los Perros, Conversaciones en la Catedral y La
Casa Verde, solo pude acabar este último,
quizás por la sencilla razón de que al haber estado como el protagonista en un
internado, comprendía ciertas cosas, que solo entienden quienes la han vivido
directamente.
La
oscuridad latente en esos libros –que por otra parte fueron muy aclamados por
los críticos- tiene una cierta connotación con los avatares del autor en su
infancia y adolescencia. Avatares que según propia confesión le llevó a días
amargos por la pérdida de un padre que desapareció de golpe sin que nadie le
explicara su ausencia. Le llevó también –contó en cierta ocasión- a errores
afectivos en la primera etapa de juventud, confundiendo sentimientos familiares
con los amorosos.
Paulatinamente
fue cambiando de registro hasta llegar a Los Jefes, Elogio de la Madrastra, El Paraíso en
la otra Esquina, La Fiesta
del Chivo y un etcétera de prodigios literarios en estilo y fondo.
Cualquiera
de ellos vale para reconocer en él el genio creador de un hombre que se hizo
Nobel, como afirmó sonriendo una vez, en España, y que a sus ochenta años,
además de escribir una nueva gran novela, se atreve a vivir con apasionamiento
una historia que a otro con menos estilo y valor, le dejaría amedrentado.
Felicidades
maestro.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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