20 de agosto de 2016

VERANOS MÁGICOS

Fue una gozada leer a Muñoz Molina hablando del verano de su infancia. Decía que había en él instantes mágicos que se difuminaban a lo largo de una década y luego se recuerdan como uno solo, idealizado a posteriori como algo insuperable y con el que soñamos en la madurez  creyendo que un trozo de felicidad nos fue en él para siempre arrebatada.
Del blog: Días de aplomo (Por Francisco Espada)
Dicen los poetas que en nuestros recuerdos  lo mejor de la niñez ocurre siempre en verano. La libertad de la calle, el mar, el campo o la montaña alcanzan su cenit cuando el sol los ilumina por entero. El amor, los amigos, las fiestas y las ganas de vivir a tope estallan en nuestro interior y nos convierten en antorchas vivientes.  Quien lo
 probó, lo sabe..
En este pueblo donde nos ha tocado vivir hubo también para quien escribe y para aquellos que están cercanos por cronología muchos veranos mágicos. Instantes insuperables como los del escritor ubetense. Veranos legendarios ya, que por serlo, forman parte de la nostalgia que últimamente trato de evitar.
Pero hoy no.  Con descaro respetuoso voy a dejarme llevar por las imágenes que mi retina grabó una vez y en ella quedaron para siempre. Si al autor de “Invierno en Lisboa” siendo como es premio de casi todo, no le importa que le recriminen por nostálgico, ¿por qué va  importarme a mi, ilusa imitadora  del maestro?
Tuve una caracola blanca que una tarde encontré, maravillada, entre las pequeñas conchas de la orilla, que por entonces solía coleccionar. Durante mucho tiempo, mientras la juventud se alargaba para terminar huyendo,  la ponía en mi oído de vez en cuando y era verdad que en ella se escuchaba el ruido del mar. La convertí en amuleto y aunque resulte cursi, la besaba cuando la tristeza me invadía. Juro que funcionaba mejor que los Prozac posteriores, que todos los anti depre del momento.
 Dentro de mi caracola estaba todo: Los chalecos de corcho para flotar, y el neumático salvavidas. Las alpargatas de cáñamo con cintas atadas. El quitasol de mi madre. La fiambrera con tortilla de patatas y jureles fritos dentro. Los sombrajos donde nos vestíamos al salir del agua.  Las lapas que arrancábamos del muelle de piedra. El “bajo” donde aprendimos a chorrar las olas. Los chumbos de Rita. El helado-mantecado que cantaba el Música. La campana del Latero en La Jaula. El silbato y la tarima de Potaje. Las cañas del Casino entre las que mirábamos las niñas las verbenas de disfraces. Los flechas del campamento. El primer bañador sin falditas. La ahogadilla por sorpresa del niño que te gustaba tanto… 
Todo era o así lo creíamos un presente eterno. Una estela de instantes que iban formando parte de nuestra corteza cerebral al ritmo primero de Juanito Valderrama y su pobre emigrante, de Antonio Molina, y los Angelitos negros de Machín. Después de Modugno, Elvis, Dúo Dinámico o Nat –King Cole.
Impagable hoy aquél puchero con hierbabuena con el que nuestras madres nos esperaban al volver con los pies enjuagados de arena en la Pila de los Peces. Los chanquetes crujientes y la ensalada de pimientos asados.
Fantasía parecen las tardes en las que las dunas de la Fontanilla nos servían de toboganes de arena finísima. Cuando las barcazas varadas eran  casitas para las muñecas, dormitorios, cocina,…entre redes y algas. Quizás cuando el ministro Girón se distraía desde su casa en el Vivero, imaginando que la España del Caudillo iba viento en popa. Y Don Rodrigo imaginaba puertos y bendecía a príncipes en la sacristía.
Años de ayer, cuyo esplendor en la hierba se ocultaba en los olores nocturnos de nuestros mayores sentados en las puertas de las casas, en plena calle, cuchicheando sobre los novios de los hijos y también de lo cara que Dionisia había puesto de pronto la mantequilla Flandes. Que el “Pelón” la tenía más barata y Paco Camacho tenía mejor la manteca “colorá”. Que había un veraneante nuevo y era necesario saber pronto como se llamaba y si era importante o no. Y que mañana igual sopla  otra vez Levante…
Veranos de una Marbella que era solo nuestra y se perdió. Era su destino y creo que lo ha cumplido con creces. Para bien de todos.
Quería dejar constancia únicamente de que los niños de esos veranos fuimos felices sin Pokemons, móviles y demás objetos ahora de deseo. Ya ven, servidora, con una simple, pero bellísima caracola blanca.


Ana María Mata
Historiadora y novelista     

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso. Para ser guardado en el cajón de los recuerdos.

Tío Gus dijo...

Tal cual, Ana María. Es mi verano infantil; es el verano de todos los niños de los cuarenta.
Un beso,
Agustín Casado

CASAS Y CONSTRUCCION dijo...

Que lindos comentarios, que hermosas letras.
Una pasada maravillosa por nuestros veranos de ninez.