Fue una gozada leer a Muñoz Molina
hablando del verano de su infancia. Decía que había en él instantes mágicos que
se difuminaban a lo largo de una década y luego se recuerdan como uno solo,
idealizado a posteriori como algo insuperable y con el que soñamos en la
madurez creyendo que un trozo de
felicidad nos fue en él para siempre arrebatada.
Del blog: Días de aplomo (Por Francisco Espada) |
Dicen los poetas que en nuestros
recuerdos lo mejor de la niñez ocurre
siempre en verano. La libertad de la calle, el mar, el campo o la montaña
alcanzan su cenit cuando el sol los ilumina por entero. El amor, los amigos,
las fiestas y las ganas de vivir a tope estallan en nuestro interior y nos
convierten en antorchas vivientes. Quien
lo
probó, lo sabe..
En este pueblo donde nos ha
tocado vivir hubo también para quien escribe y para aquellos que están cercanos
por cronología muchos veranos mágicos. Instantes insuperables como los del
escritor ubetense. Veranos legendarios ya, que por serlo, forman parte de la
nostalgia que últimamente trato de evitar.
Pero hoy no. Con descaro respetuoso voy a dejarme llevar
por las imágenes que mi retina grabó una vez y en ella quedaron para siempre.
Si al autor de “Invierno en Lisboa” siendo como es premio de casi todo, no le
importa que le recriminen por nostálgico, ¿por qué va importarme a mi, ilusa imitadora del maestro?
Tuve una caracola blanca que una
tarde encontré, maravillada, entre las pequeñas conchas de la orilla, que por
entonces solía coleccionar. Durante mucho tiempo, mientras la juventud se
alargaba para terminar huyendo, la ponía
en mi oído de vez en cuando y era verdad que en ella se escuchaba el ruido del
mar. La convertí en amuleto y aunque resulte cursi, la besaba cuando la
tristeza me invadía. Juro que funcionaba mejor que los Prozac posteriores, que
todos los anti depre del momento.
Dentro de mi caracola estaba
todo: Los chalecos de corcho para flotar, y el neumático salvavidas. Las alpargatas
de cáñamo con cintas atadas. El quitasol de mi madre. La fiambrera con tortilla
de patatas y jureles fritos dentro. Los sombrajos donde nos vestíamos al salir
del agua. Las lapas que arrancábamos del
muelle de piedra. El “bajo” donde aprendimos a chorrar las olas. Los chumbos de
Rita. El helado-mantecado que cantaba el Música. La campana del Latero en La
Jaula. El silbato y la tarima de Potaje.
Las cañas del Casino entre las que mirábamos las niñas las verbenas de
disfraces. Los flechas del campamento. El primer bañador sin falditas. La
ahogadilla por sorpresa del niño que te gustaba tanto…
Todo era o así lo creíamos un
presente eterno. Una estela de instantes que iban formando parte de nuestra
corteza cerebral al ritmo primero de Juanito Valderrama y su pobre emigrante,
de Antonio Molina, y los Angelitos negros de Machín. Después de Modugno, Elvis,
Dúo Dinámico o Nat –King Cole.
Impagable hoy aquél puchero con
hierbabuena con el que nuestras madres nos esperaban al volver con los pies
enjuagados de arena en la Pila
de los Peces. Los chanquetes crujientes y la ensalada de pimientos asados.
Fantasía parecen las tardes en
las que las dunas de la
Fontanilla nos servían de toboganes de arena finísima. Cuando
las barcazas varadas eran casitas para las
muñecas, dormitorios, cocina,…entre redes y algas. Quizás cuando el ministro
Girón se distraía desde su casa en el Vivero, imaginando que la España del Caudillo iba
viento en popa. Y Don Rodrigo imaginaba puertos y bendecía a príncipes en la
sacristía.
Años de ayer, cuyo esplendor en
la hierba se ocultaba en los olores nocturnos de nuestros mayores sentados en
las puertas de las casas, en plena calle, cuchicheando sobre los novios de los
hijos y también de lo cara que Dionisia había puesto de pronto la mantequilla
Flandes. Que el “Pelón” la tenía más barata y Paco Camacho tenía mejor la
manteca “colorá”. Que había un veraneante nuevo y era necesario saber pronto
como se llamaba y si era importante o no. Y que mañana igual sopla otra vez Levante…
Veranos de una Marbella que era
solo nuestra y se perdió. Era su destino y creo que lo ha cumplido con creces.
Para bien de todos.
Quería dejar constancia
únicamente de que los niños de esos veranos fuimos felices sin Pokemons,
móviles y demás objetos ahora de deseo. Ya ven, servidora, con una simple, pero
bellísima caracola blanca.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
3 comentarios:
Precioso. Para ser guardado en el cajón de los recuerdos.
Tal cual, Ana María. Es mi verano infantil; es el verano de todos los niños de los cuarenta.
Un beso,
Agustín Casado
Que lindos comentarios, que hermosas letras.
Una pasada maravillosa por nuestros veranos de ninez.
Publicar un comentario