La comunicación verbal no es la
única forma de descifrar la Historia. Ni tampoco la escrita, más valorada y
testimonial a la hora de demostrar hechos realizados. Existe otra manera,
quizás más sutil, menos ampulosa, para expresar la larga retahíla de sucesos
que el hombre es capaz de protagonizar a lo largo de la gran estela de los
tiempos.
Paradójicamente se llama
silencio y en ocasiones es mucho más explícito. Porque hay cosas para las que
el verbo resulta insuficiente. Acontecimientos imposibles de imaginar que
únicamente podemos conocer si atendemos a oír a través del silencio de la
piedra. Cuando las piedras hablan, el corazón
detiene su latido dispuesto a sentir el mensaje que transmiten. El sonido está profundamente
inmerso en la vertical de su mampostería, la rugosidad de su basamento, la
variedad y perfección de sus formas.
Cuando una ciudad habla en sus
piedras, se trata de una ciudad mágica. El lenguaje que entre ellas se produce
es una música oscura y penetrante que el visitante absorbe sin ser consciente
de ella. Toledo es música pétrea de principio al fin. Serpenteada por el Tajo
que parece acariciar sus orillas, la visión obtenida desde el Mirador del Valle
es similar a una sinfonía de Mahler. Siente el viajero una vaharada de ocres y
dorados que semejan trigales en
movimiento, mecidos por el gris puntiagudo de la catedral gótica, que junto al
Alcázar presiden la majestuosa colina donde se acomoda esta ciudad única. No es
que haya mucha historia en Toledo. Toledo es, la Historia misma, de España y
casi del mundo en una época precisa.
Desde que la mencionara Tito
Livio, como ciudad pequeña pero muy bien fortificada, un torbellino de
literatura se ha escrito sobre ella. Derrotados los romanos, Leovigildo la
convierte en capital de reino hispano-visigodo y a partir de la conversión de
Recaredo, el catolicismo imprime su huella edificando iglesias y conventos
bellísimos.
Con la decadencia de los
visigodos entra a formar parte del Califato de Córdoba, momento en que el
diseño de sus calles se vuelve laberíntico y casi salvaje. Momento también en
el que permanecen en su recinto con cierta armonía la conjunción formada por
tres civilizaciones, ya que la judía estaba desde tiempos anteriores.
Convivencia pacífica que proporcionó un alto nivel cultural, plasmado en la muy
elogiada Escuela de Traductores , donde los escritos eran pasados del lenguaje
hebreo al árabe y al latín, traduciendo incluso del griego para llegar, en
última instancia al castellano.
Es posible que este crisol de
ideas llevara a sus creadores a intentar superar al rival en belleza y diseño
arquitectónico. Puede que rivalizaran en materiales, que cada uno quisiera
dejar huella en este maremágnum cultural y humano.
La antigua mezquita,
transformada en catedral por Alfonso VI, tras la reconquista, es en sí misma
símbolo del poderío artístico que alcanzó la ciudad, cuyos artesanos estaban
considerados los mejores del mundo. La grandiosidad del gótico, lanzando hacia
arriba el espíritu, sus columnas y sus arcos apuntados como flechas hacia el
cielo, sus columnas como gigantescas palmeras de granito que, al entrelazar sus
ramas forman una bóveda colosal, sus vidrieras coloridas, la minuciosa
filigrana de su coro, el laborioso encaje de oro de su Custodia
procesional…hace enmudecer al más flemático visitante.
Pero hay que guardar asombro
para poder visitar sus sinagogas con la mente de un judío practicante, la serenidad
de sus blancas paredes ornamentadas por cenefas con textos de la Torá, junto a
la frescura de sus patios.
Y hay que conservarlo también para enamorarse
de la obra de El Greco, el cretense que alargaba sus figuras, puede que con
idéntica intención de buscar la vertical de Dios, lo espiritual sobre la carne.
En lo más alto, el Alcázar,
vigía perenne de una ciudad tan deseada como asediada en el transcurso de los
tiempos. Para tenerlo todo, hasta un episodio flagrante de nuestra reciente
historia está allí, intacto en sus paredes tiroteadas, en un teléfono negro que
nos revela la crueldad de unas dolorosas palabras entre padre e hijo, la
valentía convertida en la loca heroicidad del coronel Moscardó, en la defensa
del Alcázar cuando todo estaba ya perdido.
Pisar las piedras de sus calles,
que también parecen querer emular a las columnas catedralicias, siempre hacia
arriba, con sus guijarros brillantes clavados en los sufridos pies, es alcanzar
un estado entre gravitatorio y exultante donde poder cobijarnos cuando la
mediocridad de nuestros días nos deprima el ánimo.
Sabemos ya que la magia habita
en la ciudad bellísima que el Tajo envuelve.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)
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