A partir de que Adán cometiese
la estupidez de aceptar la manzana de Eva,
los humanos fuimos castigados a ganar el pan con el sudor de nuestra
frente. Dícese a trabajar en lo que encontrasen. Pero Dios tuvo que descansar
el séptimo día, y gracias a ello surgieron las vacaciones. El hombre necesita
desconectar de alguna forma de la rutina embrutecedora. Las vacaciones son ese
elemento enriquecedor en el que puede salir al exterior el niño que nunca hemos
dejado de ser.
No todo el mundo se divierte de
igual modo, y España, nuestro desgarrado país, posee en su geografía tan
variopinta múltiples maneras de hacerlo. Desde quienes buscan el sol
achicharrante hasta el ampuloso verde con su engañoso chirimiri, es increíble
la diversidad de placeres que podemos encontrar.
Como acabo de llegar de las
humedades norteñas, permítanme la confianza de exponer las enormes diferencias
entre dos semanas en el Sur o las mismas en el Norte. O lo que es muy similar:
entre la tranquilidad y el desasosiego.
Al Sur y el Este español se va a
dejarse llevar por un ritmo desenfrenado de estímulos, empezando por el que
implica la tostadura de la piel a niveles etíopes, en playas que recuerdan
novedosos campos de exterminio corporal, para seguir con lugares donde hay que
caminar de perfil porque el espacio se transforma en valores de cambio. Al
simpático ruido infernal-nocturno, más el producido por coches que vociferan al
unísono mientras tratan de llegar a donde sea con el cabreo incluido, se unen las amables colas para conseguir una cerveza o un gin-tonic tras haber peleado por
el mínimo lugar para tomarlo.
Están también los que buscan
algo de glamour y vacían la cartera en el restaurante de moda donde impere la
“petite cuisine”, porque eso es lo que viste y da esplendor. Están los jóvenes
vocingleros que arrasan por donde van, entre la cocaína barata y el botellón
para colocarse. Todo eso y más lo produce el calor y las noches almibaradas de
perfumes embaucadores. El sur es un torrente invasivo. Un volcán para los
sentidos y la mente. Una embriaguez total.
Por su contra, el Norte es el
embrujamiento del paisaje y el placer de la aventura. A escoger. Nada bravo
persiste en él más que su oleaje y la altitud de sus montañas. Entre
desfiladeros de infarto por los que ríos caudalosos discurren compitiendo con
la vegetación, apabullante, casi selvática, misteriosa en sus profundidades,
ágil en los picos de rocas grises y rojizas, casi infantil en las orillas,
hasta la versatilidad de su mar, líder y dueño absoluto de sus mareas, el Norte
es el panteísmo hecho realidad, la
Naturaleza al descubierto, reina y señora de quienes tienen el
atrevimiento de hollarla. Y hay quienes lo tienen. Alpinistas arriesgados,
senderistas gozosos, piragüistas osados, submarinistas, pescadores, jugadores
de palas…y personas decididas a beberse el verde a borbotones, a dormir con
edredón, a pasear sin agobios y dorarse menos pero en playas extenuantes de
arena blanca y radiante como una novia primeriza.
La calma es la compañera firme
de un verano donde el único ruido posible es el susurro del chirimiri, el
producido por hojas de árboles al caerles el agua.
No se adora el sol, pero se le
espera con nervios contenidos. Porque si sale, el brillo del verde es mayor y
los niños tirarán el chubasquero y tomarán cubo y pala. Y el padre descansará
esa noche de la larga jornada playera en la mesa de un “chigre” con un culín de
sidra. Sin agobio. Mirando al cielo por si al día siguiente el “gallego” hace
de las suyas y hay que organizar una excursión.
Distintas maneras de vacacionar.
Afortunado país en el que puedes elegir entre la inmensa algarabía del Sur y la
fresca placidez de los veranos del Norte.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)
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