11 de febrero de 2018

WATERLOO


El nombre arriba expuesto ha cruzado la frontera histórica y geográfica y pocas personas habrá que no conozcan el significado semántico que lo relaciona con el desastre .Todos los nacidos después de 1815 sabemos que en un momento de nuestras vidas hemos padecido o padeceremos un pequeño Waterloo. La actualidad lo ha puesto de moda por arte y gracia de un supuesto cónsul de la igualmente supuesta republica catalana que ha tomado la decisión de trasladarse a vivir al lugar que fue la tumba política del emperador de los franceses.
Con ello, de manera más o menos voluntaria parece decir, como lo hizo en los mensajes telefónicos mandados a Comín, que en el fondo admite su derrota, aunque lo haga desde un palacete ajardinado con vistas al camposanto donde reposan los cadáveres de las víctimas de la batalla. Podría haberlo hecho desde la isla de Santa Elena, donde seguramente encontraría un hábitat más razonable que este de los cuatro mil quinientos euros mensuales.  Es posible que su mente no esté para estos pequeños detalles.
Hemos entrado en la fase de lo grotesco. Además de los paseos cotidianos con bufanda al cuello, sonrisa perenne de quien parece querer decirnos que los equivocados somos los demás, el señor Puigdemont se  atreve con la Historia, aunque sea tomándola del revés. Porque hay que tener bemoles para que un señor con pretensiones casi napoleónicas escoja para vivir fugado un lugar llamado Waterloo.
El ex-catalán se atreve con todo incluso con la desesperación de sus seguidores que no saben como salir del atolladero donde los ha metido de cabeza. Y lo peor es que nadie de su alrededor parece dispuesto a decirle que la realidad se parece muy poco a lo que captan sus ojos. Para la CUP es el traidor que apuñaló el “procés” en el último minuto. Para ERC, es el cobarde que huyó de España mientras Junqueras era conducido a la cárcel en un furgón policial. Y para la mitad del PDECat es el obstáculo que impide encontrar la solución política que acabe cuanto antes con la vigencia del 155.
Para hacer bailar con ruedas de molino su ego de megalómano le han propuesto nombrarle presidente simbólico, con honores si quiere retroactivos, si permite que después se produzca la investidura efectiva de un presidente que se encargue del día a día.
Antes o después, no nos extrañaría que acabase aceptando. Lo hará porque la alternativa serían unas elecciones a las que no podrá presentarse porque el Tribunal Supremo lo habrá inhabilitado antes. Y entonces, ¿Qué pasaría?  ¿Cuánto tardarían en olvidarle? ¿De qué viviría?...
Una salida honorífica le proporcionaría al menos un proyecto vital aunque fuera muy lejano del que tanto parece haber soñado. En el íntermedio, no sé si habrá pensado, en algún momento racional, en la devastación que está produciendo en Cataluña su ofuscación por una investidura que está fuera de juego desde todos los ángulos donde quiera mirársele.
Al paso del tiempo la historia lo recogerá como un sujeto empecinado en el poder que quiso saltarse las reglas del juego en aras de su propia idolatría.
Es triste que a los pueblos – y Cataluña lo es - afortunados en economía y finanzas, en recursos y cultura, le surjan de golpe personajes como estos, iluminados cerriles con la siempre creencia absurda de la redención no solicitada.
Ya que está en Waterloo no le vendría mal un repaso a los libros y comprobar que después del desastre se restauró la corona de Luis XVIII  y Napoleón fue exiliado a Santa Elena.                           
                                 
Ana María Mata    

(Historiadora y Novelista) 

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