27 de marzo de 2018

LA CLIMATOLOGÍA



Debo sonreír obligatoriamente al pensar como cambian las cosas al mismo tiempo que nosotros cambiamos con ellas. Cuando era adolescente recuerdo la forma tan explícita que existía para informarse del tiempo que iba a hacer en los días e incluso en los meses siguientes. Tal vez haya uno al menos de quienes me lean que recuerde la figura honorable de un monje con hábito marrón (capuchino o franciscano) que llevaba en su mano una barita y sobre la espalda un capuchón abultado. Todo ello enmarcado en una lámina de cartón troquelado que solía colocarse en las cocinas de las casas. Si el tiempo era o iba a ser bueno, el monje se despojaba de la capucha y su barita, en alto, indicaba la temperatura. Si amenazaba lluvia o frío, por arte de magia el religioso tapaba su cabeza y bajaba la barita con aire compungido.
Lo crean o no, rara vez se equivocaba el monje en sus movimientos, y por mucho sol que alumbrase, si decidía cubrirse la cabeza, con seguridad absoluta que pronto empezaría a llover. Era simpático el frailecito de entonces, que de existir hoy sería, sin duda una afamado metereólogo.
Tenemos hoy tantos medios de conocer el tiempo y tantos nombres que darle ,que basta un teléfono móvil para saber si en un mes podemos tumbarnos al sol o preparar el necesario paraguas. Las ciencias, ya se sabe, adelantan que es una barbaridad.

 Con este improvisado prefacio dedico estas líneas a lo que también llamamos meteorología o climatología. Con ella a cuestas, llevamos cerca de dos meses con un tiempo de perros. Visto desde Marbella no es asunto baladí. Casi seis semanas con un sol insignificante y huidizo, casi invisible, mientras hemos caído en manos de borrascas continuas, de cielos plomizos y grises, de lluvias en espacios desiguales y un viento huracanado y molesto a más no poder.
No estamos acostumbrados. O mejor dicho, estamos tan acostumbrados a que nuestro querido astro rey permanezca inamovible en el cielo que nos cubre, tanto, que esta infidelidad inesperada y repetida, nos causa un trastorno especial. Es como si, desde nuestro mal humor por la grisura ambiental le dijéramos que como puede hacernos esta faena a quienes ya lo tenemos y lo consideramos de la familia. El no puede fallarnos, porque de ser así…¿qué sería de nosotros?
Pregunta difícil. Respuesta más difícil todavía. Porque es inimaginable una Marbella como la que hemos vivido estas semanas anteriores Lo es por muchas razones. La primera porque es necesario afirmar, con humildad, que la razón de ser de nuestro turismo, de nuestra fama, es la climatología. No nos enfrasquemos, como hacemos a veces en buscar causas legendarias y complejas del por qué de haber llegado hasta aquí y seer lo que somos. El mérito es del astro que nos vigila en lo alto y a quien los egipcios, con sabiduría llamaron dios Rá. Y de las consecuencias climatológicas producidas por la singular urdimbre del mar y la sierra.
El hombre, nosotros, hemos añadido ornamento y un poco de voluntad. Ornamento no siempre adecuado, a veces incluso deplorable, pero del que hemos tenido la suerte de recibir el perdón. Ya que todo es bello cuando la luz nos inunda y el calorcillo se siente en la sangre. Y todo es triste en la oscuridad.
  

Como reflexión, valdría la pena añadir que nos faltan lugares, sitios y cosas que realizar cuando el cielo se entristece. Que nos faltan museos, locales cerrados acogedores, cines, teatro y distracción para los días de penumbra. Nos falta también, buen alcantarillado, y nos falta, para el tiempo que viene, arena. Arena con mayúsculas con que rellenar playas que hemos perdido en toda esta tristeza.
Esperamos que todo vuelva a sus ser. Mientras, ya ven, el clima es nuestro eje central. Hasta sirve para escribir este artículo mientras veo ondear mis árboles con un ulular sospechoso.
                                                                                            
 Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)

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