Otra vez frente a ellas. Por cuarta vez en
tan poco tiempo que, ofrecemos la impresión de un rebaño de corderos azuzados y
dirigidos por unos pastores mediocres o más bien inútiles. No saben que camino
tomar ni por que veredas se lleva a la ciudadanía a un puerto relativamente
seguro. De ahí que nos conduzcan al de las mesas de votaciones, entre
proclamas, esta vez más débiles, de alcanzar una gobernación más o menos digna.
Parecemos condenados al mismo castigo que
Sísifo. Ya saben, aquel griego al que los dioses castigaron con subir una
enorme piedra a la cima de un monte. Cada vez que lo lograba, la piedra volvía
a caer y Sísifo debía volver a subirla Sin interrupción hasta el fin de los
tiempos.
Nuestros políticos no son los dioses de la
mitología, pero lo parecen por su anacronismo. Nadie en sus cabales puede
comprender que no sean capaces de entenderse entre ellos para conseguir que el
país comience por fin a funcionar en lo que es primordial, y abandone el tiempo
muerto que llevamos encima de rifirrafes y desavenencias, mientras
presupuestos, leyes, y demás asuntos de la vida cotidiana, la vida real,
duermen el sueño, no sé si de los justos o los tontos que la soportamos.
El caos actual en política no sé si tiene
precedentes, pero si los tuviera, serían los de algún periodo nefasto que la
historia no quiere recordarnos. Tal vez en la última época de la segunda
república, cuando los partidos de izquierdas no supieron estar a la altura de
las circunstancias y pelearon entre ellos por el poder sin atenerse a las
consecuencias.
Lo triste es que sabemos cuales fueron estas.
La avaricia de poder es un pecado que acomete
al político, por lo general, insignificante.
Aquel al que alguna fortuita situación coloca
en un lugar que no estaba hecho para él, pero decide aprovecharla. Y no le
importa el daño que su actitud provoca con tal de no perder la ocasión de ser
el mandatario y jefe electo.
Todos quieren el sillón principal. El más
alto, más grande, más suntuoso. El único que les puede llevara a mirar a los
demás desde arriba y en tono de ligero desprecio.
Hartazgo, esa es la palabra que mejor definiría
a lo que sienten los ciudadanos. Hastío, y en muy alta medida, desencanto.
Porque no esperábamos que la Democracia tan idealizada y que tanto nos costó
lograr tuviese estos flecos tan desagradables e incluso costosos desde el punto
de vista de la gestión necesaria para que un país siga avanzando.
Creímos, ilusoriamente, en una mayor altura
de miras de los que conforman el elenco político. De los cabeza de partido, de
sus dirigentes.
Todos han fallado a la hora de sus muy
comentadas reuniones. Inútiles conversaciones que no fueron capaces de resolver
el problema. Unos por orgullo, otros por mezquindad, alguno por altanería.
Mientras, el país sobrevive en un estado de
parálisis, atendiendo con o sin ganas a los medios informativos para seguir
viendo como continúan a greñas entre ellos.
Se nos pide demasiado al ciudadano corriente,
y el ir a depositar el voto es uno de estos “demasiados”. Hemos perdido la fe en los proyectos (cuando
los tienen) de figuras que deberían haber dimitido de sus cargos para que los
nuevos nos ofreciesen una pequeña esperanza.
Más de lo mismo conduce al voto en blanco
aunque sea como castigo por hacer las cosas mal.
No quiero inducir a la abstención. Habrá que
probar de nuevo porque no podemos seguir en esta incertidumbre y vacío. España
no merece esta situación. Y los españolitos silenciosos, tampoco. La paciencia de Job tiene un límite.
Y un peligro, por ello. Recordemos la
Historia.
Ana María Mata
(Historiadora y Novelista)
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