8 de mayo de 2012

MAYO DEL 58


Aunque pueda parecerlo no es un error de números, pero al pensarlo caigo en la cuenta de que muy bien podría escribir sobre aquél mítico 68, bastante olvidado ya por quienes lo protagonizaron y consiguieron poner en las cuerdas el gobierno del General De Gaulle al mismo tiempo que, bajo sus consignas, Europa y el mundo cambiaron de rumbo social y moral, aunque fuese por tiempo limitado. No estaría mal en los momentos similares que vivimos una reflexión sobre aquellas jornadas por parte especialmente de quienes dirigen la función y por la de quienes la sufren. No siempre el silencio es el gran valedor de una sociedad en la cual el neoliberalismo está estrangulando con sus normas a una inmensa mayoría de la misma. Entonces, al menos, no lo fue, pero ese es un tema que hoy no me corresponde en estas líneas.
Y es que hoy voy a concederme  una licencia muy literaria pero de la que suelo huir en la actualidad, entre otras razones por su falta de pragmatismo. La nostalgia es hermosa y el recuerdo lo único que nos confirma haber vivido, mas el exceso de ambos nos paraliza cuando la realidad es que siempre hay que seguir haciendo camino, como apuntó el genial poeta.
Quedamos muchos, por fortuna, aún, de quienes vivimos con la intensidad de la adolescencia ese mayo del cincuenta y ocho al que he hecho referencia. Pudo ser igualmente unos años más tarde, pero no muchos; pronto vendrían a cambiarnos la vida gran cantidad de factores que, multiplicados y hasta envilecidos, perduran hasta hoy.
En esos mayos todavía soportábamos carencias que al parecer fueron más graves de las que alcanza mi recuerdo, por lo que hoy dicen algunos. Para nosotros -niños de posguerra- era lo normal, puesto que lo esencial no nos faltaba y sí teníamos muchas otras cosas de las que los adolescentes y jóvenes actuales no pueden disfrutar. Por ejemplo, la calle. Era nuestra y en ella hacíamos la vida de la mañana a la noche, con los vecinos y los de un poco más allá, del centro a la Alameda, esperando ilusionados los días que faltaban para la Feria, para San Bernabé. Saliendo de excursión al campo -que estaba como muy lejos, en la cercanía del río Guadalpín, junto a la ermita de San Nicolás- caminando entre árboles que casi formaban un arco continuado hasta allí. Con palmitos y almensinas como chucherías de la época, y alpargatas de esparto con cintas que acostumbraban a desatarse en una u otra pierna.
Mayo era, como hoy, el mes de las Primeras Comuniones. Nada que ver entre entonces y ahora. Doña Paquita Carrillo fue la maestra destacada en lo religioso, y ninguna olvidáramos jamás su famoso “Laudate María” que entonaba con autoridad desde que arrancábamos de la Plaza del Ayuntamiento hasta entrar en la Encarnación. Impresionadas por el ayuno de la noche anterior, la seriedad de los rostros correspondía a un concepto distinto de fervor donde el misterio constituía un ensamblaje bello con la majestuosidad del incienso y las flores. Sin almuerzos ni regalos a posteriori. Un desayuno con chocolate  y bizcocho casero en cada casa junto a la familia más directa. Eso sí, llevábamos incluido en el traje blanco la limosnera. Curioso adorno en el que cifrábamos la esperanza de una feria sin “recortes”, bolsillo-monedero repleto de encajes para ir metiendo las limosnas-regalos que el recorrido obligatorio por las casas de amigos y familiares lejanos debíamos hacer. Las fotos se hacían después, generalmente en Málaga, todos los que podían pagar un fotógrafo. En la noche, cuando regresábamos del peregrinaje post-comunión, el dolor de pies por el zapato nuevo se atenuaba mucho si la limosnera lanzaba un buen manojo de monedas e incluso algún pequeño billete. Y a dormir, con el “Laudate” como telón de fondo.
Quizás unos días antes, a algunas pobres e infelices les había tocado hacerse una permanente por aquello de los tirabuzones, tan en boga, o al menos en las puntas de las trenzas. Mejor no hablar del olor a chamuscado que las cabecitas despedían cuando Herminia, o una de sus niñas, nos introducía en aquella especie de bomba horrible que eran los secadores de las peluquerías.
Hace tiempo que no asisto a una Primera Comunión, pero a la última que fui quedé tan impresionada por su “glamour” (mi palabra por excelencia en aborrecimiento) que dudé de donde estaba, por si algo virtual me había transportado al palacio de Buckhigan, en un lapsus anímico.
La primavera era la misma, calurosa o aguada, las flores menos exóticas pero igual de alegres. España se iba despertando de una gran tragedia. Marbella no tenía edificios ni dinero, solo autenticidad.

Ana  María  Mata     
Historiadora y novelista

1 comentario:

Reque+Gallego Arquitectos dijo...

Es alarmante como la supuesta libertad de la que "gozamos" ahora -frente a otros tiempos pretéritos- está totalmente dirigida por los mismos que nos están llevando a la ruina económica. La libertad gratuita de la calle, las plazas, los parques y los amigos nos la han sustituido -como si de androides nos tratásemos- por digitalización, espacios virtuales y consumismo. Sin embrago, me da la sensación de que se les ha ido de las manos y a medida que caemos al vacío económico, ganamos en libertad humana, de la de antes... Esa es mi reflexión. No todo está perdido.