Aunque pueda parecerlo no es un
error de números, pero al pensarlo caigo en la cuenta de que muy bien podría
escribir sobre aquél mítico 68, bastante olvidado ya por quienes lo
protagonizaron y consiguieron poner en las cuerdas el gobierno del General De
Gaulle al mismo tiempo que, bajo sus consignas, Europa y el mundo cambiaron de
rumbo social y moral, aunque fuese por tiempo limitado. No estaría mal en los
momentos similares que vivimos una reflexión sobre aquellas jornadas por parte
especialmente de quienes dirigen la función y por la de quienes la sufren. No
siempre el silencio es el gran valedor de una sociedad en la cual el
neoliberalismo está estrangulando con sus normas a una inmensa mayoría de la
misma. Entonces, al menos, no lo fue, pero ese es un tema que hoy no me
corresponde en estas líneas.
Y es que hoy voy a concederme una licencia muy literaria pero de la que
suelo huir en la actualidad, entre otras razones por su falta de pragmatismo.
La nostalgia es hermosa y el recuerdo lo único que nos confirma haber vivido,
mas el exceso de ambos nos paraliza cuando la realidad es que siempre hay que
seguir haciendo camino, como apuntó el genial poeta.
Quedamos muchos, por fortuna,
aún, de quienes vivimos con la intensidad de la adolescencia ese mayo del
cincuenta y ocho al que he hecho referencia. Pudo ser igualmente unos años más
tarde, pero no muchos; pronto vendrían a cambiarnos la vida gran cantidad de
factores que, multiplicados y hasta envilecidos, perduran hasta hoy.
En esos mayos todavía
soportábamos carencias que al parecer fueron más graves de las que alcanza mi
recuerdo, por lo que hoy dicen algunos. Para nosotros -niños de posguerra- era lo normal, puesto que lo
esencial no nos faltaba y sí teníamos muchas otras cosas de las que los
adolescentes y jóvenes actuales no pueden disfrutar. Por ejemplo, la calle. Era
nuestra y en ella hacíamos la vida de la mañana a la noche, con los vecinos y
los de un poco más allá, del centro a la Alameda, esperando ilusionados los días que
faltaban para la Feria,
para San Bernabé. Saliendo de excursión al campo -que estaba como muy lejos, en la
cercanía del río Guadalpín, junto a la ermita de San Nicolás- caminando entre árboles que casi formaban un
arco continuado hasta allí. Con palmitos y almensinas como chucherías de la
época, y alpargatas de esparto con cintas que acostumbraban a desatarse en una
u otra pierna.
Mayo era, como hoy, el mes de
las Primeras Comuniones. Nada que ver entre entonces y ahora. Doña Paquita
Carrillo fue la maestra destacada en lo religioso, y ninguna olvidáramos jamás
su famoso “Laudate María” que entonaba con autoridad desde que arrancábamos de la Plaza del Ayuntamiento hasta
entrar en la Encarnación. Impresionadas
por el ayuno de la noche anterior, la seriedad de los rostros correspondía a un
concepto distinto de fervor donde el misterio constituía un ensamblaje bello
con la majestuosidad del incienso y las flores. Sin almuerzos ni regalos a
posteriori. Un desayuno con chocolate y
bizcocho casero en cada casa junto a la familia más directa. Eso sí, llevábamos
incluido en el traje blanco la limosnera. Curioso adorno en el que cifrábamos
la esperanza de una feria sin “recortes”, bolsillo-monedero repleto de encajes
para ir metiendo las limosnas-regalos que el recorrido obligatorio por las
casas de amigos y familiares lejanos debíamos hacer. Las fotos se hacían
después, generalmente en Málaga, todos los que podían pagar un fotógrafo. En la
noche, cuando regresábamos del peregrinaje post-comunión, el dolor de pies por
el zapato nuevo se atenuaba mucho si la limosnera lanzaba un buen manojo de
monedas e incluso algún pequeño billete. Y a dormir, con el “Laudate” como
telón de fondo.
Quizás unos días antes, a
algunas pobres e infelices les había tocado hacerse una permanente por aquello
de los tirabuzones, tan en boga, o al menos en las puntas de las trenzas. Mejor
no hablar del olor a chamuscado que las cabecitas despedían cuando Herminia, o
una de sus niñas, nos introducía en aquella especie de bomba horrible que eran
los secadores de las peluquerías.
Hace tiempo que no asisto a una
Primera Comunión, pero a la última que fui quedé tan impresionada por su
“glamour” (mi palabra por excelencia en aborrecimiento) que dudé de donde
estaba, por si algo virtual me había transportado al palacio de Buckhigan, en
un lapsus anímico.
La primavera era la misma,
calurosa o aguada, las flores menos exóticas pero igual de alegres. España se iba
despertando de una gran tragedia. Marbella no tenía edificios ni dinero, solo
autenticidad.
Ana
María Mata
Historiadora y novelista
1 comentario:
Es alarmante como la supuesta libertad de la que "gozamos" ahora -frente a otros tiempos pretéritos- está totalmente dirigida por los mismos que nos están llevando a la ruina económica. La libertad gratuita de la calle, las plazas, los parques y los amigos nos la han sustituido -como si de androides nos tratásemos- por digitalización, espacios virtuales y consumismo. Sin embrago, me da la sensación de que se les ha ido de las manos y a medida que caemos al vacío económico, ganamos en libertad humana, de la de antes... Esa es mi reflexión. No todo está perdido.
Publicar un comentario