(Artículo publicado en el diario SUR el 14 de febrero de 2013)
Necesito, y creo que me comprenderán, una página de frescor que
aminore en algo la podredumbre en la que estamos sumergidos. El hedor es tan
insoportable que corremos el riesgo de una infección generalizada imposible de
atajar con los medios al uso. Solo una poda auténtica que llegase casi a la
raíz posibilitaría que la atmósfera volviese a ser respirable en este país que
ha caído tan bajo.
Apelo a la infancia de la que dicen los poetas que es el paraíso del
hombre, para traer a los lectores y a mi misma, imágenes del ayer que todavía
permanecen en las retinas de quienes las vivimos.
Marbella era una ciudad-pueblo mimada por los dioses y felizmente
habitada por seres que desconocíamos su riqueza potencial y de ahí nos nacía la
inocencia. Mirábamos al norte y contemplábamos la indefinible silueta de una
sierra cuya majestuosidad nos arropaba como polluelos envueltos en sus faldas.
Poníamos los ojos en el sur y a la orilla de un mar histórico llegaban los
susurros melodiosos de su espuma. Al este y el oeste sumergíamos la mirada en
un verde múltiple que daba la impresión de no tener fin. En el centro, seres de
carne y hueso habitaban casitas encaladas año tras año donde el sol era el
huésped permanente con el que jugábamos a una relación tremendamente pasional.
La familia marbellera era como una saga pequeña, bendecida por la
naturaleza y cuya suerte solo conocimos el día en que empezamos a perderla. El
día en que vinieron de fuera para preguntarnos cuanto queríamos por nuestro
valor en monedas. Abrimos excesivamente los ojos y el paisaje cambió para
siempre. Suele ocurrir cuando se pierde la inocencia.
Pero antes de ello gozábamos de tradiciones y costumbres invariables
que iban de acuerdo con la transparencia que albergábamos en corazón y mente.
Una de ellas eran los paseos de los lunes a una ermita situada en la
margen izquierda del río Guadalpín, donde se imploraba al Cristo clavado en la
cruz y de paso se guardaban plegarias para un San Nicolás al que atribuíamos
concesiones milagrosas, entre ellas recuerdo, la de lograr novios para las por
entonces “solteronas”.
La ermita en sí era una pequeña y blanca construcción con una entrada
flanqueada por poyetes encalados que servían para sentarse. Siempre había
flores en el altar, creo que también ex -votos dorados en recuerdo de algunas
curaciones corporales.
Sentados en los poyetes de la entrada se oía con nitidez el agua que
fluía en el río cercano, casi pegado a ella. Como el tráfico era escaso los
niños corríamos entre las hierbas del campo contiguo, alcanzando en ocasiones
la carretera, que, más que serlo era un auténtico paseo.
El camino a la ermita comenzaba a la altura de la casa del médico
Adolfo Lima, donde lo construido empezaba a decaer y lo reemplazaba –con
pequeñas excepciones- campos a derecha e izquierda y cuya custodia parecía
estar formada por los altos eucaliptos que casi en forma de arco formaban una
arboleda bellísima que paso a paso acompañaba al paseante hasta su llegada a la
ermita. No he visto, más que en el lluvioso norte, entramado vegetal tan
aristocrático y elegante como el que formaban los eucaliptos con sus torcidos
troncos y su frescor intermitente.
Como si de una peregrinación
semanal se tratase, el camino se llenaba de gente que iba con paso tranquilo
conversando y agradeciendo el relax que la arboleda generaba de forma natural y
sencilla. Las mujeres eran mayoría, ya se sabe que en las cosas religiosas y de
culto, los hombres profesaban silencio, como si lo de ser “beatos” fuese
cuestión exclusiva del género femenino. Ellas hacían las promesas que
cumplíamos escrupulosamente de lunes a lunes.
Marbella no era todavía el epicentro del turismo, y por ello los
árboles nos pertenecían como nosotros a su sombra y verdor. Con la llegada de
los años sesenta el coche ganó la batalla, primero a la arboleda y después a la
ermita. Con las carreteras llegó el turismo en avalancha incontenible. Lo que
vino después ya lo conocen, para lo mejor y para lo peor.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
2 comentarios:
Gracias por devolvernos por unos instantes ese precioso lugar que fue Marbella.
Mi madre me ha hablado muchas veces de la Romería para San Bernabé a la Ermita de Guadalpín. Sin embargo yo no la recuerdo. Obviamente sería muy joven cuando desapareció. Creo entendido que fue cuando desdoblaron la carretera.
Al menos podrían haber intentado reproducirla. Por dinero no sería, que ha habido a espuertas. Ahora está claro que no.
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