(Artículo publicado en el Tribuna Express el 21 de agosto de 2013)
Estábamos tan ajenos a lo que iba a ser nuestro
inmediato futuro, que a final de los años cincuenta todavía sacábamos las
sillas a la calle las noches de verano y
hacíamos tertulia vecinal de una acera a la otra. Los churros los hacían
Guillermo y Pura con el sudor de su frente cayendo sobre la harina mientras
Rita vendía chumbos unos pasos más allá y Mariquita “la loca” venía desde
Leganitos cada tarde con puñados de biznagas a dos o tres perras gordas cada
uno.
El turismo fue tomando posiciones con guantes
de terciopelo al principio, como un lord inglés que se acerca en silencio para
otear el horizonte donde quiere instalarse. De ese modo callado y casi
enigmático las primeras figuras destacadas e ilustres en el terreno artístico
aparecieron por Marbella con el total desconocimiento de la mayoría de sus
habitantes, quienes, como mucho, sentíamos curiosidad por lo diferente de su
forma de vestir y algunas costumbres de horarios. El seiscientos en el que por
entonces muchos se desplazaban desde su residencia veraniega a la ciudad,
parecía igualarlos a todos, como lo hacía el idioma, que para nosotros era
simplemente “extranjero”, sin matices de nacionalidades.
Y así, un día vimos a una mujer con faldas
largas, grandes gafas oscuras, collares rojos y pamelas que medio ocultaban una
melena cobriza. Llegamos a saber su nombre y que había trabajado en París con
Coco Chanel en el mundo de la moda; también que era una gran bailarina, y que
respondía por Ana de Pombo. Cuando abrió en pleno centro un salón de té, al que
llamó “La Maroma”
ya estábamos habituados a su estrafalaria vestimenta y a la gente tan variada
como rara que solía acompañarla. Era amiga de Pepe Carleton, al que ya
queríamos los que tuvimos la suerte de conocerlo desde su llegada de Tánger.
Fue Carleton, el entrañable Pepe, quien me
avisó unos días antes de la llegada de un “muy importante hombre de las letras
francesas”, que venía a pasar una temporada a casa de Ana de Pombo. “Vendré con
él a por los diarios” –me dijo, y por
libros, no puede pasar sin leer”. En aquellos años teníamos en la librería
diarios y revistas franceses, pero no
libros, al menos no tantos como el parecía necesitar.
Lo que más me llamó la atención del personaje
fue el fuerte colorido de las flores de su camisa, el encrespado de su pelo
blanco y unos ojos de intensa mirada que parecían escrutar cada rincón y cada
persona junto a una aparente seriedad que le conferían un cierto aire
majestuoso. A pesar de todo, confieso que era un turista más, creo que para
todo el pueblo, un amigo de Ana de Pombo y Pepe, un bohemio quizás.
Cocteau entró en la librería rodeado de su
corte habitual, Ana, Edgar Neville y Carleton. Miró hacia un lado y el otro, y
al divisarme tras el pequeño mostrador me dijo con voz lenta y pausada:
“Bonjour, mademoiselle. Enchanté de vous connâitre, ¿où
sont les livres en francais ?... las pocas palabras que Rivera el maestro
andaba enseñándome, se trabucaron en mi lengua a la par que Carleton me ayudaba
a responder.
Fue el comienzo de varias visitas hasta que un
día Pepe Carleton me preguntó si no me importaría llevar el enorme montón de
periódicos a La Maroma
cada día y los libros que el “ilustre señor francés” nos iba encargando.
Gracias a Cocteau llegó a la librería la colección de Livres de poches que el
solicitó. Pidió también algunas revistas literarias y sobre teatro y cine.
Todavía yo desconocía la enorme relevancia que el personaje tenía entre sus
contemporáneos en diversos campos del arte, y menos que además de
novelista era dramaturgo, director de
cine y pintor. No imaginaba el éxito que algunas de sus obras escritas o en
películas iban a tener más tarde en España, caso de “Opio”, por ejemplo.
Jean
Cocteau me sonreía con amabilidad cuando recibía su paquete literario, y en los
últimos días antes de marcharse, además de un gentil “mercí”, colocaba en mi
mano unas chocolatinas buenísimas que recuerdo eran belgas.
Fue
indagando sobre él en unos tiempos en los que los adolescentes y jóvenes
cultivábamos una cultura literaria y artística muy escasa, entre los que, por
supuesto, solo existían algunos clásicos españoles. No era el conocimiento
amplio lo que más importaba al Sistema en funciones. Mucho menos si el artista
no era católico, de buenas costumbres y un poco, al menos, fascista.
En
La Maroma Cocteau
realizó un panel para regalar a Ana que quedó impreso en las paredes del salón
de té y cuya propiedad con el paso del tiempo supe que había sido vendido a la
familia de Ignacio Coca. En él escribió, junto a dibujos flamencos de carácter
surrealista, la frase siguiente, que traduzco del francés en el que fue escrita:
“Los
españoles encierran sus bellezas entre rejas para que no se marchen jamás del
país”, en referencia a las rejas del propio salón de Ana de Pombo
Volvió
dos años más en invierno. Continuó siendo un gran cliente de prensa y libros.
Para entonces yo había investigado lo suficiente sobre Cocteau para saber que
teníamos como visitante a uno de los grandes sabios franceses. En afortunadas
palabras de Alfredo Taján, “un acróbata del pensamiento”.
Ana María
Mata
Historiadora y novelista
2 comentarios:
¡Magnífico Ana! Siempre es un placer leerte y aprender algo nuevo. Que época más interesante fue aquella que os tocó vivir conociendo a tantos personajes.
Me imagino perfectamente, al leer este relato, la emoción que sentirías al descubrir la categoría intelectual del personaje para el que estabas trabajando! Me ha encantado leer esta historia llena de anécdotas y vivencias. Un abrazo Ana.
José Maria Sánchez
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