Se llamaba Diego. Tenía once años. El 14 de
octubre se arrojó desde el quinto piso de un edificio de Leganés. Dejó escrito
una carta: “No puedo volver al colegio y ésta es la única forma de no ir”. Era
alumno del colegio Nuestra Señora de los Ángeles.
Permítanme hablar hoy de niños. Necesito
descargar el impacto de la noticia arriba citada y que el continuo reflujo del tiempo no la
transforme en polvo en nuestra frágil memoria. Para que todos nos sintamos,
sí, un poco responsable de una muerte
anunciada. Del final de una vida en sus inicios, una vida cuya proyección
futura nunca alcanzaremos a conocer y que debería haber sido salvada por encima
de todo y especialmente de “todos”. O de algunos, tal vez, pero salvada.
A los once años una vida humana solo es
propiedad de la vida misma. De Dios, para los creyentes, si me apuran. Todo
cuanto existe a su alrededor está en función de esa premisa. Existe para ayudar
a su desarrollo integral, físico, espiritual, intelectual, humano. Debe
contribuir a que esa vida alcance una plenitud total con todos los medios
disponibles.
El
gran psicológo Jean Piaget decía
que el niño solo necesita tres cosas para su buen desarrollo: Buenos padres,
buen entorno y buena escuela. Pero que si hubiera que resumirla en una sola
palabra ésta se llama Amor. María
Montessori, la gran avanzada de la pedagogía moderna, dejó escrito: “Entréguenme
un niño y solo con amor y un poco de dedicación les devolveré a Leonardo da
Vinci”.
Un niño de once años es un cerebro virgen con
un corazón lleno de expectativas. Lo que hagamos con ello es de nuestra
absoluta responsabilidad.
Diego iba llenando su cerebro de conocimientos
por su actitud positiva en las materias escolares. En quinto de Primaria su
rendimiento empezó a bajar, sus notas empeoraron, no quería jugar en el patio,
no quería hacer deporte, una amiga de él afirma que estaba muy triste, que
debía animarlo todos los días. La amiga tuvo que cambiar de colegio por
problemas de acoso (era de las mejores) y lo perdió de vista. Ahora da una
explicación sobre Diego, la misma que llevó a sus padres a retirarla a ella
del Ntra. Sra. de los Ángeles: “Llorábamos
todo el rato, a él le llamaban maricón, a mi empollona de mierda. No nos
permitían entrar en su grupo. Pero nos dijeron en la Dirección que lo que nos
hacían nos volvía más fuerte, que nos acostumbráramos. Una vez nos empujaron
por la escalera. Ir al colegio y a la clase se volvió un infierno”…
Testimonio clarísimo ante el cual la dirección
solo respondió que eran cosas de niños, que no podían hacer nada, que el
colegio tenía una reputación consolidada y no iban a conseguir descalificarlo.
Te hace más fuerte. Por tu bien. La antigua
palmeta. El cuarto oscuro. Bromas humillantes. Términos que pensé estaban en
desuso y vuelven ahora con toda la fuerza de lo trágico y dramático. Educación
castradora que María Montessori, a quien por mis estudios de Magisterio leí en profundidad, catalogaba de
nefastos absolutamente pero que años atrás representaban parte destacada en
colegios y educadores.
Admitamos que en la escuela el líder suele
ser el más fuerte físicamente, cosa que por lo general coincide con el peor
estudiante, el más grosero y el que mejor pega a los débiles. El entorno, donde
se incluyen televisiones, aparatos electrónicos, móviles, etc, aplaude y
estimula este proceder desde tiempos lejanos. La fuerza bruta, la virilidad
incipiente, hasta la estatura, cuenta mucho en estos parámetros de colegios y
educación si no hay una observación constante por parte de docentes
cualificados y preocupados por el tema del acoso.
El niño no fuerte, no pegón, introvertido
quizás, con algún tipo de defecto físico o simplemente feliz por aprender y
curioso ante la vida, suele ser invisible, para su desgracia. O en caso
contrario, envidiado hasta extremos insoportables por sus colegas que no dudan
en castigar su superioridad mental o su voluntad de estudio. Como no consiguen
bajar su capacidad ni igualar sus logros, atacan como si al hacerlo quisieran
exterminar al que no se somete a sus reglas. Serán posiblemente futuros terroristas en cualquier
aspecto de la vida adulta, porque necesitan destacar en algo y solo saben
hacerlo en la maldad.
Destrozan la psique de un niño si no alcanzan
a que sea ridiculizado ante todos los demás. Aprendices de verdugos, son más
numerosos de lo que se cree y parece inaudito
que el profesorado y la dirección de los colegios, cuya formación debe
siempre estar al día, estén poco concienciados de tan gran problema.
Educar no es hacer fuerte a nadie. Ni
empollón. Ni atleta. Sencillamente es estimular al niño su curiosidad,
arropando con calor sus defectos y aplaudiendo sus esfuerzos dentro de una
atmósfera donde reine la mayor armonía.
Empezando, claro está por la propia familia.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
1 comentario:
Me parece cruel, muy duro, que un chaval termine quitándose la vida, simplemente por las extrañas teorías del -hacerse más fuerte- Cierto es que algunos hemos tenido que ganarnos el respeto a base de mamporros, porque no quedaba otra; pero no todo el mundo tiene la capacidad de saber o querer pelear y hay que ayudarles, empezando por los señores profesores.
Ojalá se tomen las medidas necesarias y suficientemente fuertes por parte de a quien corresponda, para que los que dijeron que eran buenos el acoso y las burlas para hacerse más fuerte, tengan su escarmiento, aunque eso no le devuelva la vida a estas criaturas.
Al igual que un padre o una madre no dejaría nunca que humillasen a su hijo delante de ellos, en el caso de un colegio o un instituto, tendrán que ser los profesores los que lo eviten, cuando lo vean.
Publicar un comentario