Les pediría que en una de las muchas imágenes
que los medios nos muestran se detuviesen por un instante a mirar detenidamente
sus ojos. Sus rostros atemorizados por el miedo, aunque infantiles y bellos.
Niños de la gran barbarie siria. Niños que huyen o que juegan a la guerra
porque desde que nacieron no conocen otra cosa. Hijos de ninguna parte,
privados de techo, comida y escuela, huérfanos la mayoría, refugiados en masa
en el campamento turco de Oncüpinar, donde de sus 11.000 habitantes, más de 5.000
son niños. Los mismos que según la organización Save the Children y Amnistía
Internacional nacieron en la violencia y eso, sin duda, les hará violentos en
el futuro.
Van a la escuela del campo, pero qué
educación pueden ofrecer maestros que no lo son a niños con caracteres agitados
por la tensión que preside sus vidas. Se estima que hay tres millones de niños
sirios refugiados en campos diversos. ACNUR, Alto comisionado de la ONU para refugiados, advierte
de que toda una generación se arriesga a no tener Estado, perdiendo cualquier
derecho a amparo gubernamental, por no registrarse al nacer. Más de 200.000
bebés sirios han nacido en hospitales turcos desde el inicio de la guerra.
Hijos de ninguna parte. Aya Sharqaui, seis
años, camina sola en busca de otros niños a quienes, como a ella, Turquía no ha
permitido a sus padres cruzar la frontera para estar con ellos. Salió hace
cuatro días a buscar galletas y de repente todo estalló. Del bombardeo aéreo
ruso que provocó la rotura de su pierna, solo recuerda que “lloraba mucho”.
Las últimas noticias referidas a la huida
masiva de sirios desde que cinco años atrás diese comienzo la guerra, hablaban
de cerca de 30.000 niños desaparecidos en este éxodo que desde la segunda
guerra mundial, es el más numeroso para Europa.
La excesiva información produce un efecto
contrario al que quizás se pretende. El impacto de algunas fotos como las del
niño ahogado en una playa, es desgarrador, pero la cotidiana visión de enormes
colas y grupos de personas que intentan alcanzar una frontera vecina, hace que
nos acostumbremos al horror y acabemos incorporándolo a nuestras vidas como
algo consustancial a ellas. Desde el relativo confort de los que habitamos la
vieja Europa, ellos se nos presentan como seres distintos a los que dotamos de
unas características de fortaleza y aguante especiales que no corresponden a la
realidad, pero que seguramente alivia nuestra conciencia momentáneamente
alterada.
El problema de los desaparecidos después de
que sus familias los envíen para librarlos del horror, y que nunca llegan a sus
destinos, es doblemente inhumano y hasta espeluznante, si se piensa por un momento
que muchos hayan caído en manos de las mafias que trafican con ellos.
Nos preguntamos como es posible que en el
siglo XXI, en plena era de la tecnología más avanzada, la humanidad ande aún
peor que en el Medievo, y no sea capaz de dirimir asuntos políticos o
religiosos más que con el destrozo de seres indefensos y con su muerte. La
llamada hoy inteligencia emocional, y la racional de siempre ha ido mermando a
la par que los logros mecánicos aumentaban.
Triste utilización de cerebros excepcionales que en lugar de solucionar
problemas de hambruna, de sequía, o de enfermedades dolorosas, se dedican al
perfeccionamiento de armas para la guerra. Como un idiota que inventase tras
largas horas de dedicación un hermoso ataúd para encerrarse luego en él hasta
su extinción.
Todos nos decimos que no podemos hacer nada
desde nuestra vida rutinaria y corriente. Es cierto, salvo una pequeña limosna
unida a una compasión estéril.
Debido a ello surge otra pregunta, que
quedará una vez más en el vacío: ¿Cuándo, en que momento, empezamos a ser tan
crueles los humanos? ¿Por qué el de
Arriba no detiene este maratón insoportable?... Se admiten respuestas.
Ana María Mata
Historiadora y novelista
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