20 de febrero de 2016

HIJOS DE NADIE



Les pediría que en una de las muchas imágenes que los medios nos muestran se detuviesen por un instante a mirar detenidamente sus ojos. Sus rostros atemorizados por el miedo, aunque infantiles y bellos. Niños de la gran barbarie siria. Niños que huyen o que juegan a la guerra porque desde que nacieron no conocen otra cosa. Hijos de ninguna parte, privados de techo, comida y escuela, huérfanos la mayoría, refugiados en masa en el campamento turco de Oncüpinar, donde de sus 11.000 habitantes, más de 5.000 son niños. Los mismos que según la organización Save the Children y Amnistía Internacional nacieron en la violencia y eso, sin duda, les hará violentos en el futuro.
 Van a la escuela del campo, pero qué educación pueden ofrecer maestros que no lo son a niños con caracteres agitados por la tensión que preside sus vidas. Se estima que hay tres millones de niños sirios refugiados en campos diversos. ACNUR, Alto comisionado de la ONU para refugiados, advierte de que toda una generación se arriesga a no tener Estado, perdiendo cualquier derecho a amparo gubernamental, por no registrarse al nacer. Más de 200.000 bebés sirios han nacido en hospitales turcos desde el inicio de la guerra.
Hijos de ninguna parte. Aya Sharqaui, seis años, camina sola en busca de otros niños a quienes, como a ella, Turquía no ha permitido a sus padres cruzar la frontera para estar con ellos. Salió hace cuatro días a buscar galletas y de repente todo estalló. Del bombardeo aéreo ruso que provocó la rotura de su pierna, solo recuerda  que “lloraba mucho”.    
Las últimas noticias referidas a la huida masiva de sirios desde que cinco años atrás diese comienzo la guerra, hablaban de cerca de 30.000 niños desaparecidos en este éxodo que desde la segunda guerra mundial, es el más numeroso para Europa.
La excesiva información produce un efecto contrario al que quizás se pretende. El impacto de algunas fotos como las del niño ahogado en una playa, es desgarrador, pero la cotidiana visión de enormes colas y grupos de personas que intentan alcanzar una frontera vecina, hace que nos acostumbremos al horror y acabemos incorporándolo a nuestras vidas como algo consustancial a ellas. Desde el relativo confort de los que habitamos la vieja Europa, ellos se nos presentan como seres distintos a los que dotamos de unas características de fortaleza y aguante especiales que no corresponden a la realidad, pero que seguramente alivia nuestra conciencia momentáneamente alterada.
El problema de los desaparecidos después de que sus familias los envíen para librarlos del horror, y que nunca llegan a sus destinos, es doblemente inhumano y hasta espeluznante, si se piensa por un momento que muchos hayan caído en manos de las mafias que trafican con ellos.
Nos preguntamos como es posible que en el siglo XXI, en plena era de la tecnología más avanzada, la humanidad ande aún peor que en el Medievo, y no sea capaz de dirimir asuntos políticos o religiosos más que con el destrozo de seres indefensos y con su muerte. La llamada hoy inteligencia emocional, y la racional de siempre ha ido mermando a la par que los logros mecánicos aumentaban.  Triste utilización de cerebros excepcionales que en lugar de solucionar problemas de hambruna, de sequía, o de enfermedades dolorosas, se dedican al perfeccionamiento de armas para la guerra. Como un idiota que inventase tras largas horas de dedicación un hermoso ataúd para encerrarse luego en él hasta su extinción.
Todos nos decimos que no podemos hacer nada desde nuestra vida rutinaria y corriente. Es cierto, salvo una pequeña limosna unida a una compasión estéril.
Debido a ello surge otra pregunta, que quedará una vez más en el vacío: ¿Cuándo, en que momento, empezamos a ser tan crueles los humanos?  ¿Por qué el de Arriba no detiene este maratón insoportable?... Se admiten respuestas.                    
Ana  María  Mata
Historiadora y novelista

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